Claustrofobia
Obstinada en sus
razones, Alejandra logró convencer a Luis René sobre las bondades de tener unas
tetas más esplendidas. Durante veintiún días abordó el asunto sin la más mínima
indulgencia. Lo acorralaba en los rincones impensables de la casa con besitos
beneplácitos y en la ducha sometía su ánimo inquebrantable con las caricias
infernales que utilizan las mujeres voraces para desarmar a los hombres
incautos de buena fe. Preparaba arroz con coco y guiso de chivo todos los
viernes en el almuerzo para suavizar su tenacidad y los sábados en las noches
autorizaba sus salidas clandestinas sin oponerse. Incluso, se propuso a
regañadientes no olfatear sus camisas en busca de olor a mujeres ajenas cuando
regresaba en la madrugada y disminuyó las cantaletas fulminantes que le
propinaba a quemarropa, originadas sin razón, la gran mayoría de las veces. Complació sus impulsos en la cama con volteretas y acrobacias
inimaginables hasta que un día, Luis René se sintió tan acorralado de aquel
infierno de dulzura, que terminó sucumbiendo ante la instigación precisa y
sutil de su esposa. Una mañana de julio
decidió exorcizar el asunto que fastidiaba en sus huesos y finalmente acordaron
vía telefónica una cita previa con el cirujano. Durante varias semanas, la
ilusión de unas tetas benditas e indisciplinadas ante la fuerza de los años,
congeló en su rostro una sonrisa inquebrantable que no dudaba en exponer ante
su marido, incluso en los momentos de hostil desavenencia que surgían entre
ellos producto de la rutina. Luis René se mostró complacido con el nuevo ánimo
reverdecido de su esposa y en más de una ocasión fue sorprendido por la cordura
cuando soltaba carcajadas inclementes mientras estaba solo. Fascinado por la
virtud de los mejores tiempos, una noche de agosto, la benevolencia de los
ángeles lo visitó justo cuando terminaban de cenar y quiso sorprenderla con un
artilugio imprevisto. Alejandra organizaba los platos sucios con una frescura
mediática, mientras su esposo la contemplaba en silencio con los brazos
apoyados en la mesa. Ajeno de sí mismo, abordaba cada centímetro de aquel
diminuto cuerpo que aparecía, desaparecía y nuevamente aparecía ante sus ojos.
Si quieres hacerte
algo más, es tu oportunidad – le dijo. Ella no comprendió. Se acomodó el
cabello y se dirigió hasta la cocina con los platos uno encima de otro. Luis
René la examinó con la mirada. Observó su espalda devota a la magnificencia de
los años y el cabello rebelde combatiendo con el aire legendario que se
escabullía por el patio.
¿Cómo?- dijo
confundida cuando se percató segundos después de la precisión de las palabras.
Mi economía estaría de
acuerdo si quieres operarte otra cosita
– dijo y luego sonrió. Ella se detuvo en la entrada de la cocina y asomó
la cabeza por encima de las porcelanas árabes.
¿En serio?- dijo
sorprendida. El asintió y nuevamente sonrió.
Totalmente – dijo
Una noche antes de la
cita con el cirujano tuvo un sueño frágil y resbaladizo. Sintió hormigas en los
ojos y calambres en los pies. Los ronquidos de su marido prolongaron el
infierno en las aspas del ventilador
hasta las tres de la madrugada. Alejandra se sintió agobiada. Respiró
profundo como un moribundo en su último halito de vida. Con el dedo trazó la
figura de un ave incomprensible en el aire. El animal cobró vida en su
imaginación y se elevó sobre la penumbra de la noche dejando un rastro ínfimo
de luz y un olor silvestre a limones recién cortados. Lo vio atravesar el
vidrio y se incorporó con rapidez para perderlo de vista en el ocaso del cielo.
En la angustia de su vigilia, cambió de posición varias veces en la cama hasta
que aparecieron los rayos tibios del sol arañando en la ventana y fue muy tarde
para concebir algún tipo de alivio en su reposo. Sin embargo, sucumbió ante las
probabilidades de un cuerpo fabricado a su antojo y el vigor de la idea, sedujo
su más mínimo impulso. Aprovecharon juntos el calor de la ducha y siguieron
amándose en la habitación. Cada uno se emperifolló con intensidad. Su esposo se
disminuyó la barba prominente con una tijera de filo preciso. Frente al espejo,
esquivó la fatalidad de los años con un
gesto frívolo, cuando advirtió la calvicie intempestiva que florecía sobre su
cabeza y luego sonrió ante la imagen exacta de sí mismo. Después de probarse
quince combinaciones diferentes, ella prefirió el vestido amarillo enterizo de
encajes uniformes, amplio desde la
cintura hasta las rodillas y una abertura insolente en la espalda. Luis René
escogió una camisa de cuadros azules y un pantalón dril sin pinzas. A punto de salir, se desvistieron ágilmente
con el infierno en la sangre y retozaron
dos veces sobre los muebles de la sala, martirizados por la premura del tiempo.
Luego se apresuraron y a las nueve y treinta abordaron un taxi en la Avenida
Simón Bolívar. Más adelante, girando a
la derecha en pleno Monumento a los Gallos, un azar malintencionado doblegó la
estabilidad del motor y el auto perdió la vitalidad del avance. Un ruido
impreciso se trepó en los inyectores y el pistón principal perdió el auge. Una
tormenta de humo inundó el interior del vehículo y ante la oposición de las
bisagras oxidadas para ceder un poco de libertad, tuvieron que huir despavoridos a través de la
ventana. Sin pensar en el incidente, caminaron varios minutos hasta el edificio
Galenos. Alejandra empezó a impacientarse. Sintió angustia en las coyunturas y
el dominio de los tacones desconsoló la inmensurable totalidad de sus años
acumulados hasta ese momento. Luis René sudaba. Abrumado, verificó la hora en
su reloj en tres ocasiones. Su esposa lo auscultó con indulgencia.
Aún es temprano – le
dijo y buscó consuelo en sus ojos. Alejandra se angustió. Antes de llegar al
edificio, uno de los tacones se le quebró y cayó sin compasión, lastimándose el
tobillo derecho. Energúmena se levantó en un santiamén y poseída por mil demonios,
arrojó ambos tacones al bote de la basura. Su esposo trato de apaciguarla pero
ella no cedió. Al final, logró convencerla y Alejandra terminó trepándose en su
espalda, debido al dolor insoportable en el tobillo.
CENTRO GALENOS DE
ESPECIALISTAS- Balbuceó en voz baja. Era un edificio monumental de veintiún
pisos con puertas mecánicas que se desplegaban automáticamente y hologramas
flotantes en la entrada, daban indicaciones a los visitantes que no encontraban
su destino. Escucharon con atención a la imagen de apariencia humana, mientras avanzaban confusos hasta el
ascensor. Luis René intentó recordar cada palabra. Alejandra se sintió
hostigada por la multitud de botones, organizados milimétricamente en una
pantalla de control transparente y la vocecita que impartía algunas órdenes antes
de empezar el ascenso. Inmediatamente una trepidante sacudida les estremeció
los huesos y segundos después, un conteo numérico apareció en la barra superior
del botón principal. Tuvieron tiempo para reírse un poco de la aventura y para
examinarse el uno al otro con premedites apocalíptica. Ella acarició la
calvicie prematura de su marido y por un momento se sintió afortunada de aquel
amor insoluble que había conocido después de su primer matrimonio. Él era un abogado
de piel joven y animo locuaz que asumía con valentía la facultad que tenía para
vivir dentro de sí mismo, como artimaña vital para evadir las contrariedades
del destino. Alejandra era una mujer inexorable de pensamientos repetitivos y
voluntad de huracán avasallador. Sin embargo, mostraba extremada dulzura en los
aspectos de rutina que exigían sutilezas y era tan leal como lluvia tormentosa
a los últimos días de abril. Cumpliría veintiocho años en julio próximo.
Coincidieron en el mismo plano visual y sonrieron. Luis René le propinó una
nalgada, pero ella no se inmutó. Analizaba el renuevo sistemático en el conteo
que indicaba cada piso superado por el elevador.
Dieciséis… diecisiete
– murmuraba.
¿Recuerdas donde es?-
le preguntó a su marido, sin dejar de mirar el panel de control.
Veintitrés – dijo –
consultorio dieciséis. Eso dijo el
holograma.
Diecinueve… veinte –
Alejandra siguió contando en voz baja. De repente, justo en el piso veintiuno,
el ascensor se detuvo sin previo aviso. Luego, un silbido delgado rebotó en las
paredes y un ruido implacable de tuercas desplazándose rápidamente en un campo
magnético, desarmó cualquier intento de cordura que pudiese construirse para
explicar el evento. Luis René se sintió desolado y empezó a sudar. Alejandra
trató de consolarlo. Como nadie, ella conocía de su fobia a los espacios
cerrados y un sentimiento de culpa que revoloteaba en el aire tropezó con sus
ojos y se derrumbó en el suelo.
Tengo calor - le dijo angustiado. Habían transcurrido tres
minutos cuando las luces se apagaron completamente y un olor a jengibre hinchó el diminuto espacio en el elevador. Alejandra
sintió dolor en el tobillo, pero se mostró calmada. Disimulaba el pánico que le
generaba la idea de perder la cita con el cirujano y el dolor incesante en el
tobillo. Muy en el fondo sabía que esa clase de inconvenientes solían suceder con
frecuencia. Consideró un desgaste anímico preocuparse por un asunto sin
importancia.
No te preocupes – le
dijo – respira profundo. Desabotónate la camisa. Luis René asintió. Aun después
de hacerlo, siguió sudando a chorros.
¿Te acuerdas de Mayapo? – Le recordó Alejandra. La
mayoría de las veces, cuando la agobiaba la tristeza, ella solía usar ese tipo
de maniobras psicológicas para desprenderse de la realidad por un momento y pensó que, quizás, su uso podría
representar un elemento de gran utilidad en aquel instante. Su esposo se
despojó de los zapatos y luego de los calcetines.
Creo – le dijo.
Respiraba con dificultad.
La mejor playa que
hemos visitado – le dijo.
Es demasiado salada –
dijo él – y me parece un robo el precio de los alimentos. Ella rio. Por un
momento Luis René olvidó su fobia al encierro. Recordó el agua cristalina y el
resplandor del sol atravesando el ciclo repetitivo de las olas cuando se
estrellaban en la orilla. También recordó el bote rustico anclado a mitad del
mar embravecido y los niños sin dueño zambulléndose desde allí como si fuesen
delfines mágicos, destinados a vivir eternamente.
Tenemos que volver –
le dijo. El asintió. Fabricaba esfuerzos inclementes intentando acostumbrarse a
lo inacostumbrable. Sentía el aire duro como una piedra y el olor a jengibre lo
sofocaba. Nuevamente el elevador produjo otra sacudida letal. Habían
transcurrido veintiocho minutos exactamente.
Me ahogo – Dijo. Cerró
los ojos y cuando los abrió, su esposa no estaba. Examinó el espacio, de arriba
abajo y de lado a lado. Nuevamente los cerró. La oscuridad oculta detrás de sus
ojos se disipó cuando una ráfaga de conciencia la fulminó intempestivamente.
¿Otra vez te orinaste
las sabanas? – le dijo su madre. El asintió avergonzando - Vas a llegar a viejo
con ese vicio
¿Qué haces trepado allí?
– Le dijo alarmada
¿Dónde? – dijo él.
Reaccionó cuando sintió un charco helado bajo sus pies. El nivel del agua
empezó a incrementarse. En cuestión de segundos, llegó a la altura de su
cuello. Aprovechó y se zambulló varios minutos. Contempló a las medusas vírgenes
y el jolgorio peces de colores dirigiéndose a todos los lugares sin dirigirse a
ninguno. Se incorporó de repente. Buscó a tientas el cuerpo de su esposa. Los pulmones
doblegaron y la vitalidad básica que producía el ordinario proceso de respirar,
avanzó a un segundo plano.
¿Alejandra? – dijo. Se
concentró y sostuvo la respiración un momento. Cerró los ojos.
Amor…acá estoy – le
dijo Alejandra – Mírame, acá estoy.
Abrió los ojos.
Escuchaba la voz, pero no estaba ella.
Acá amor – repitió.
¿Dónde? – dijo
angustiado, a punto de colapsar.
Detrás de ti – dijo.
El volteó la mirada y entonces la vio.
Amor… ingresemos al
ascensor – le dijo – se hace tarde para la cita
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