En Riohacha no nieva
Una
llovizna tenue sobrevino sobre Riohacha justo en el marasmo insoportable de las
dos. Fueron millones de gotas heladas que revolotearon en el aire por varios
minutos y salpicaron de frescura las hojas otoñales de los mamones, los mangos
esplendidos y los almendros milenarios de los patios antiguos. Unos niños sin
dueño que corrían detrás de los autos y el polvorín de las llantas,
aprovecharon para jugar en medio del inclemente sol y la intención de lluvia
sublime que mojaba sus cuerpos brillantes. Al tropel también se sumaron otros jovencitos
que salieron en pelotón, descalzos y sin camisa, desde lotes baldíos y de otros
sitios innombrables que la memoria había dejado de reconocer en esa tierra
donde se había vuelto insoportable vivir por el calor. Después de un rato,
cuando regresaban a sus casas, untados en la piel de una sustancia viscosa y la
ventisca final trataba de encajar en la conciencia del universo como un
episodio irrelevante en aquella geografía sin origen, empezó a caer nieve. Era
asombrosamente blanca, pura como el
algodón huérfano y helada como la brisa que se escapa de la Sierra Nevada los
primeros días de diciembre. Descendía inevitable en medio del asombro de los
ancianos sentados en las terrazas que se abanicaban con hojas de periódicos y
las mujeres sin rostros que se asomaban detrás de las ventanas para enterarse
de lo que no debían enterar. Al paso de las horas, la nieve se aferraba con
parsimonia a los techos y a las ventanas abiertas y sin abrir de la Catedral
Nuestra Señora de los Remedios. Descendía
sobre las flores vírgenes de los jardines recién podados, sobre los mangos
rojos que colgaban de su destino en una
sola rama y las cercas de alambre púa que nadie recordaba aunque hubiesen
estado siempre allí. La sutil nieve buscaba asidero también sobre las lápidas
de los muertos sin dolientes envenenados de nostalgia en el cementerio central
y sobre las palmeras incrustadas en el traslucido destino de los náufragos sin
patria, justo en la primera calle del mundo, donde miles de olores se mezclaban
en uno solo y los colores infinitos del caribe se impedían así mismos su
olvido. Sin pronóstico alguno, la nieve había inundado las calles y los
vehículos tenían que ser remolcados para cambiarlos de ubicación. Con palas y
aparatos improvisados, algunos tuvieron que abrirse camino entre la aparatosa
cubierta de nieve para descubrir la ubicación de sus casas y la inclemente
odisea en que se había convertido su rutina. Sin lugar a dudas, los más felices
con el acontecimiento fueron los niños de ocio persistente que deambulaban todo
el día buscando algún oficio real o imaginario en el cual ocuparse.
Construyeron muñecos de nieve en las aceras de las calles y los adornaron con
vegetales del trópico que sustrajeron de las cocinas ajenas. Hicieron bolas de
nieve y se enfrentaron en una batalla campal toda la tarde. Entrada la noche,
la nieve no dejaba de caer. Algunos menos escépticos pensaron en el fin del
mundo como la respuesta más clara al infortunio que había sobrevenido sobre
ellos y se organizaron de tal manera
para ello, que a primera hora del día siguiente aguardaban fervorosamente con
todas las maletas empacadas en medio de algarabías y canticos entonados en un
lenguaje incomprensible, hasta que se
cansaron de esperar un apocalipsis absurdo y no tuvieron más remedio
para su desatino que volver a sus casas. Para entonces, el mar había sufrido en carne propia la inclemencia
del frío y el oleaje irreversible del que tanto se ufanaba en verano, terminó
exhausto y congelado antes de que pudiese devolverse y comenzar nuevamente el
mismo ciclo sin fin. El muelle legendario, perdido de cualquier ángulo visual,
resultó en medio de una helada colcha blanca que lo cubría palmo a palmo y los
barcos que atracaban en el puerto quedaron incrustados irremediablemente dentro
del mar congelado. Un pescador que desconocía la vehemencia del hielo, trató de
persuadir las inevitables consecuencias
de caminar sobre el sin protección y al cabo de un primer intento, puestos los
pies encima del mar endurecido, resbaló súbitamente y se golpeó la cabeza.
Cuando despertó en la camilla del hospital horas después, fue demasiado tarde para
cualquier indicación médica, porque el frio ya se le había incrustado en las
coyunturas del alma. Se llamaba Oscar Peralta, un sempiterno de ojos solitarios
y mirada triste que solía recoger iguarayas mágicas en la alta Guajira hasta
que llegaron los europeos, construyeron casas que flotaban en el aire y se quedaron
a vivir para siempre en ese pedacito de mundo donde no nevaba y el sol estaba
más cerca del mar. Pero algo tuvo de culpa aquel nuevo hálito en la
civilización, que la misma naturaleza se molestó con sus entrañas y agotó para
siempre cualquier vestigio inmortal que produjera el cultivo de algún bienestar
en el desierto. Un día, fracasado todos sus esfuerzos en la búsqueda de los
flamencos dorados, terminó volviéndose pescador de medusas y camarones ciegos. Hasta que la nieve congeló
el mar y las medusas y los camarones ciegos se extraviaron en los recuerdos
fugaces de su memoria.
Con
la nieve reproduciéndose en cada rescoldo inimaginable, los días fueron más
lentos y la rutina se hizo muy incómoda, incluso para vivir. Se construyeron
improvisadas chimeneas dentro de las casas mientras los ventiladores se
oxidaban sin uso y la severa humedad vencía el hierro en las bisagras de las
puertas y ventanas. Muy pronto la noticia que involucraba el brote del frio
llegó a los oídos del sumo pontífice del otro lado del mundo. Un julio
tormentoso, Roma envió al clérigo Isidoro San Juan con el fin de investigar los pormenores de aquella ciudad
recóndita en el caribe donde no paraba de caer nieve y a la gente se le
congelaba el alma. Más por frívola curiosidad que por deseos de obedecer una
orden divina, una mañana después de un viaje de cuarenta y cinco días y catorce
horas, el padre apareció con dos maletas a cuestas, un pergamino de
instrucciones sagradas y la sensación de haber vivido tanto y a la vez tan poco
para ese momento, que tuvo enormes deseos de llorar y de ser feliz al mismo
tiempo. Aferrado a su frágil escepticismo y la herencia de una fe rotunda que lo atormentaba desde niño, en la primera
carta que envió a Roma, persuadió al vaticano con la idea de que la providencia
se había olvidado definitivamente de esa tierra y su misión requería de más
hombres de fe, en caso de iniciar cualquier obra restauradora. A su llegada,
Oscar Peralta fue la primera persona a quien el padre entrevistó personalmente.
Luego de instalarse en la casa parroquial y recibir algunas instrucciones del
sacerdote de la iglesia local, el
clérigo Isidoro San Juan apareció en el hospital con una sotana recién
planchada y con un escapulario bendecido por el mismo Papa. Era compacto, largo desde la cintura hacia la cabeza y tenía
los ojos audaces como una liebre en cautiverio. En la habitación sofocada por
el hipoclorito de sodio, auscultó con nostalgia cada espacio visual que los
ojos pudiesen tropezar en su proceso de familiarizarse con los objetos y después
acercó el escapulario a las manos del famélico moribundo que temblaba aciagamente
a causa del frio en su corazón. Como si estuviese desarrollando algún ritual al
pie de la letra, se quitó el guante de seda, puso su mano en la frente del
enfermo y después examinó en el pecho algún ronquido inusual que le
proporcionara alguna certeza de la situación. Justo en ese preciso instante, pudo
experimentar todo el peso de la compasión reprimida que en sus doce años de sacerdote nunca había sentido
por nadie, incluso ni por el mismo.
¡Bendito
Dios! – Exclamó- también tienes el alma fría.
Nadie
supo ni cómo ni cuándo el frío se introdujo en la rutina de las personas de aquella
porción de caribe. Pero en ese momento, justo cuando el padre retiró su mano
del enfermo pudo comprender que la fragilidad del hombre podría llegar a ser
mucho más indefensa e inocente de lo que imaginaba. Muy pronto, el hospital se
atiborró de enfermos que presentaban síntomas similares y el caos fue irremediable.
Así que en la segunda carta que envió a Roma el padre fue más preciso y
describió su estancia en Riohacha como la prueba más grande de obediencia y de
fe que haya podido sortear a sus treinta y tres años de edad. Y no era para
menos. La peste del frio rondaba en las esquinas y en los lugares más
impensables de la ciudad como un animalito empedernido. Atravesaba las puertas
y las paredes buscando súbitamente un espacio donde prolongar su imprevisible
estadía. Encolerizadas, las más veteranas ahuyentaban el frio con escobas de
trigo, chanclas de caucho o cualquier otro objeto de castigo común que se usaba
para forjar carácter en los jovencitos. Pero desde afuera, el ímpetu del brote
buscaba hendijas débiles entre la madera vencida de las puertas, ventanas y
ladrillos gastados de las paredes para regresar nuevamente. De manera que
Riohacha no tuvo más opción que adaptarse de buena gana a las vicisitudes de
una ciudad polar en medio del trópico. Sin embargo, cuando la fatalidad de la costumbre
y el frio abrumador establecían su dominio, una mañana de aquellas inesperadamente
después de once meses, veintiún días, cinco horas y veintitrés minutos, la
nieve despareció junto a la ventisca helada que soplaba desde el Cabo de la
Vela. Cantidades exorbitantes de agua
fluían desde los mismos lugares que antes estaban congelados y todo parecía
recobrar la esencia en la rutina que se había roto. Los niños sin dueño
contemplaban con tristeza como los muñecos de nieve y las casitas de hielo
donde solían jugar meses antes, se derretían inevitablemente ante su asombro. Por
fin el mar volvió a su estado líquido y al
cabo de unos minutos empezó el sopor infernal. Nunca hizo tanto calor y las
personas nunca habían sido más felices como entonces. Mientras el agua descongelada
retornaba a su diseño y espacio original, alguien en el tumulto de gente que
también salió a las calles para ser testigo y observar con sus propios ojos el
milagro esperado desde hacía meses, miró al cielo y dijo con nostalgia: “En
Riohacha no nieva”. Dos mujeres veteranas que lo escucharon asintieron con la
cabeza. Una de ellas, Teresa Cotes, la madre del alcalde Antonio Mejía y quien
también había visto felizmente preservada
su longevidad a causa del frío, le dio una palmadita de consuelo en la
espalda.
Sí
señor – le dijo – acá en Riohacha no nieva
Quienes
enfermaron por la brote del frio nunca pudieron recuperarse. Debido a que el
corazón helado es una cualidad innata de aquellos seres humanos que siempre han
sido infelices y los avances científicos ponen en duda aún, el hecho de que
haya podido nevar en una ciudad de La Guajira.
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