La primera vez
Descubrí
la geografía de su cuerpo infernal una noche inevitable de agosto. Era una
mestiza indomable que se alquilaba para amar en una recóndita casona de
ventanas diminutas, ubicada en el barrio de los árabes y llevaba años en el
oficio de madurar la sexualidad en los jovencitos que dejaban de ser niños.
Tenía caderas prodigiosas y una voracidad inclemente en los asuntos del amor.
Por alguna extraña coincidencia de la providencia, los maridos ajenos e
incomprendidos de la ciudad solían aparecerse en la puerta de su dormitorio
todos los viernes y sábados después de la última función del teatro aurora,
buscando benevolencia en medio de la desdicha o para ser felices por un rato.
Todos desconocían su nombre real, porque siempre revelaba uno diferente cada noche
y en este juego de improbabilidades y desaciertos pasaba horas abusando de la
buena fe de quienes apostaban un trago si lograban adivinarlo. Había llegado a
Riohacha en el auge de la bonanza marimbera, época en que los pobres se
limpiaban el culo con billetes y los cantantes se incrustaban oro en los
dientes. Un hombre mayor que ella se había enamorado de sus pechos bondadosos
en algún pueblo irreal del sur del Cesar y enloquecido por su vientre huérfano,
logró convencerla entre sabanas y retozos clandestinos, para que tomara la
decisión de escaparse con él una mañana de noviembre. Tenía catorce años cuando
se fugó de la casa de sus padres con el único hombre a quien amaría en toda su
vida y con quien planeaba disfrutar el ocaso de sus últimos años. Trasegaron
por meses entre los pueblos sin memoria del sur de La Guajira con la idea de
ser felices para toda la vida. Sin embargo, fue realmente cuando
arribaron a Riohacha que pudo experimentar ese tipo de liberación
inmesurable que algunas personas tardan toda su vida buscando y entonces fue
feliz por primera vez. No obstante, el idilio se resquebrajó una noche de
vientos contrariados. Su marido, un jugador empedernido de dominó, una
noche no volvió a la hora acostumbrada de la partida habitual con los borrachos
insaciables del bar del Viudo Ruppert. Ella trataba de conciliar el sueño
cuando escuchó cinco disparos justo a las 1:30 a.m. Un mal presagio le
atravesó la calma cuando una mariposa negra ingresó por la ventana y empezó a
revolotear intrépidamente hasta que el aspa del ventilador la golpeó y de
inmediato, un bocado de humo gris agobió la habitación.
Lo
mataron!- exclamó
Angustiada
destrancó la puerta y salió despavorida hacia la calle, buscando en el
olor a pólvora reciente que sofocaba el aire, algún indicio de su esposo. Dos
cuadras más arriba tropezó con un tropel de personas que admiraban en silencio
a un hombre moribundo desangrándose en el suelo. Era su marido. Estaba tirado
en el pavimento en medio de una vertiente de sangre gelatinosa y en su último
halito de vida soltó una risa afable cuando su esposa se puso de rodillas, le
apretó la mano y dijo que lo amaba.
Sin saber
que hacer después del funeral, estuvo deambulando por algunos meses entre
oficios y ocupaciones inconcebibles en las que nunca saboreo algún tipo de
plenitud, hasta que descubrió en la voracidad de su cuerpo la manera más
indulgente para sobrevivir. La enorme casa de idilio desmesurado se convirtió
entonces en una taberna improvisada donde los hombres de todo tipo exorcizaban
sus penas con aguardiente de caña y un efímero rato de amor.
Agobiado
por el alcanfor y el olor penetrante a cerezas silvestres, esperé con angustia
afuera del cuartito mientras mi padre me recitaba en voz baja algunas
recomendaciones de adultos que no lograba comprender con precisión. La
imaginaba moviéndose de un lugar a otro, olfateando como un sabueso ciego los
perfumes baratos que otra mujer más veterana le había entregado en la puerta
minutos antes en una bolsa transparente. Me dolían las coyunturas y una
línea helada de sudor recorrió mi espalda. Se lo hice saber a mi padre en
ese instante, pero él no comprendió. Lo escuchaba tararear la primavera de
Leandro Díaz en voz baja. Sentí angustia y tuve enormes deseos de salir
corriendo y al mismo tiempo, de quedarme. Cuando llegó el momento, me propinó
un dócil empujoncito en las costillas y entonces tuve el valor de ingresar a la
habitación. Ella le comunicó algo divertido a mi padre y el soltó una risita
nerviosa. Le dio una palmadita en las nalgas irresistibles y luego ella cerró
la puerta. Dentro del cuartito el olor a alcanfor lapidaba con ímpetu mis
pulmones. Había una cama amplia con sabanas limpias y dos poltronas doradas de
María Antonieta preservadas del tiempo en un forro de plástico transparente. En
el fondo, había un tocador cuadrado con grecas griegas esculpidas uniformemente
en cada una de las seis gavetas y sobre él, reposaban dos lámparas de
luciérnagas azules en ambos extremo del mueble.
¿Cómo te
llamas?- dijo tiernamente. Puso su brazo sobre mi hombro y luego me acarició la
cabeza con la otra mano. Sentí el ronquido de su corazón agitándose en la medida
que nos acercábamos al espacio geométrico donde estaba ubicada la cama.
Espérame un momento – dijo con suavidad y señaló el borde de la cama con
los ojos. Cómoda, dentro de un vestido oscuro hábilmente ajustado en aquel cuerpo
esplendido, contemplé impávido su quiebre de cintura con la sangre caliente
hasta que ingresó al baño. Aguardé varios minutos sin pensar en nada,
desprendido de mi conciencia y de todo el tiempo que había transcurrido en mi
vida hasta ese momento. Enumeré el giro preciso de las aletas del ventilador:
25. Retuve la respiración varios segundos y busqué en el aire algún espacio
libre donde pudiese refrescar mis pulmones. En ese letargo de conciencia, justo
a mis quince años, me encontró aquella desnudes divina que no conocía. Libre de
cualquier estupor la advertí sin ropa contemplándome desde la puerta
entreabierta del baño. Vi sus tetas frescas y su vientre dócil como un ternero
recién nacido. Empecé a sudar nuevamente cuando se acercó a mí y me rodeó con
su brazo. Sentí su olor limpio y a su piel ágil acomodándose sobre la poca
cordura que aún preservaba en mi conciencia. A tientas, su respiración inexorable
rebuscó dentro de la mía algún brote de luz para sujetarse y propagarse como
una onda elástica a través de mis huesos. Apretó mi pierna y examinó con maestría en el honor que llevamos colgado los hombres abajo.
Caramba
hijo! - dijo sorprendida
Después
el terror desapareció.
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