Aquí están prohibidos los niños


Cuando ingresó a la habitación, un deliberado horror la abofeteó de imprevisto. El olor a limpieza exagerada y la iluminación apretujada en los rincones como bestia indomable, le produjo un sabor amargo en el paladar durante cada paso que fabricaba a través del breve corredor. Sintió sed y la saliva espesa se le atragantaba en el alma. Al cerrar los ojos, imaginó un mundo desarticulado y hostil donde el azar hubiese impedido la concepción misma de su existencia y la idea fatal de que nadie pudiese extrañarla la doblegó por completo. Se llamaba Arcilia o eso se suponía. En una batalla desesperada contra el olvido, esa mañana logró reunir algunas letras que extrajo de la memoria y cuando le preguntaron su nombre fue lo primero que se le vino a la mente: Arcilia, Arcilia Aponte. Tenía las piernas largas y los pies severos, un vientre ávido y las manos heladas como un trozo de hielo polar. Garabateó su nombre con dificultad sobre una hoja, debajo de otros nombres escritos con una caligrafía más limpia. Estaba casada con Marcos Sarmiento, un hombre mayor que ella atrapado entre la imposibilidad de  tener hijos a sus 58 años y el desazón producido, detrás de cualquier intento fallido que involucrara la intención de domar el ímpetu insaciable de su esposa.  Insatisfecha por el breve idilio en sus momentos íntimos y un marido de talla reducida y de dócil imaginación, Arcilia procuraba en otras sabanas el remedio temporal para sus males. De esa manera, logró construirse una reputación infalible de mujer asequible y de apetito voraz en cada cama frecuentada.  Semanas después, de otro de sus descuidos con amantes ocasionales, advirtió por cuarta vez que estaba embarazada. El pánico la consumió de repente cuando lo supo. Sin embargo, para tales imprevistos de rutina, la solución reposaba en la punta de su lengua como una revelación avasalladora.
Me lo tengo que sacar –  se dijo – si Marcos se entera, me mata. El fatal argumento no estaba de sobra: su esposo tenía el carácter afable de un becerro recién nacido  pero reaccionaba con violencia premeditada ante las situaciones impávidas que se salían de control. Celoso en extremo, tenía la costumbre de olfatear la ropa interior de su esposa cuando regresaba a la casa en busca de algún olor inusual que la pusiera en tela de juicio. Sin embargo, ignoraba por completo la facultad infernal que poseían las mujeres desde tiempos inmemoriales para convencer a los hombres más incrédulos y suspicaces mediante el uso de estrategias básicas y precisas. De esta manera, durante años logró mantener oculto sus encuentros furtivos con hombres ajenos sin levantar sospecha alguna en su marido. Pero esa vez, abandonada a su suerte en esa vitalidad frenética que la compungía,  su respiración galopeó varios segundos con la desventura de un jinete moribundo y al final se sintió tan triste y desamparada como un animal huérfano. Ingresó a tientas como si fuese su primera vez, hurgando en el aire denso un aroma que fuese preciso y que le resultase familiar como todo lo demás. Observó los utensilios brillantes, organizados por medidas y volumen, sobre una mesita de acero inoxidable. Las paredes sublimes desencadenaban ante sus ojos una tormenta de ilusión empedernida a la que no daba crédito ni concepción. De repente se vio traslucida y finita en medio de aquel caos de luz que cobraba vida en su imaginación y pensó en la imperiosa necesidad de conocerse así misma.
Arcilia Aponte – balbuceó en la mente
Había mentido a su esposo sobre donde estaría esa mañana y evadió detalles particulares como otras veces, mientras los incluía al mismo tiempo con vehemencia y veracidad para reforzar la cuartada. Marcos atendió con dificultad y masticó las palabras sin saborearlas.
La tos de mamá se ha vuelto inclemente – le dijo – pasaré un rato por su casa. Luego iré a verme con mi amante y tendré sexo en un motel hasta agotarme. Él no comprendió.
¿Que? – dijo confuso
Que el presidente Maduro se niega a abandonar el poder – replicó - ¿A caso no ves las noticias?. Él se sintió desolado.
Maduro es un hijo de puta- replicó ofuscado. Arcilia sintió compasión y cuando lo advirtió dormido le dio un beso en la frente.
Por indicaciones médicas, Arcilia se deshizo de su ropa en el baño. Se desvistió con paciencia, inmersa en un ritual que conocía a plenitud. Recordó a Marcos y su cuerpo se hundió en una culpa gelatinosa producida debido a sus múltiples infidelidades y por primera vez identificó en ella una culpa verdadera. Luego apareció con una bata de paciente hasta las rodillas, un gorro quirúrgico desechable  y se sentó en la camilla con el corazón batiéndose sin control. Esperó con impaciencia varios minutos. Balanceó las piernas y se desprendió de si misma por un rato. En ese vaivén de improbabilidades, el susurro dócil de un niño sopló cerca a su oído.
Todos sabemos que intentas – dijeron al unísono varias voces de niños asmáticos. Un frio ensordecedor se escabulló entre sus piernas y desde atrás, una brisa robusta zarandeó la lámpara redonda que iluminaba el centro de la habitación. Sintió que flotaba sobre su mismo cuerpo y desde aquella nueva posición contempló a otra Arcilia muy parecida a ella, con el cabello de canela y las rodillas pesadas, tan juntas una de otra que hubiese sido imposible separarlas con las manos. Observó al medico preparando sus manos dentro de los guantes quirúrgicos y lo siguió con la mirada en cada movimiento que desprendía su cuerpo. Era enjuto, acartonado pero  hábil para aparecer en los lugares menos pensados de la realidad.
Se acostumbraba al desatino, cuando una voz rígida y delgada, suavizó su regreso al mundo.
Recuéstate y respira profundo – le dijo el Doctor. Ella asintió. Otras mujeres igual de  jóvenes que ella, esperaban su turno en la salita amplia. Las más experimentadas en aquellos asuntos  hojeaban las mismas revistas con los mismos artículos de siempre, fascinadas con noticias  olvidadas que ya sabían de memoria. En silencio, algunas novatas contemplaban el idilio de los pececitos ciegos y coloridos que navegaban en la pecera sin agua y los globos imaginarios que explotaban inminentemente cuando rozaban con las aspas del ventilador. Era una clínica clandestina donde se practicaban abortos y cuya ubicación geográfica se descifraba a través de las indicaciones exactas que ofrecían los mismos clientes habituales a las nuevas interesadas. Detrás del mostrador improvisado, una veterana apaciguaba la ternura del sueño con un vaso de café sin azúcar. Había dormido poco y las hormigas en sus ojos no dieron tregua alguna en toda la madrugada. El desvelo arremetió con furia y las horas se prolongaron por eternidades fugaces una tras otra. Era minúscula, de cuello largo y manos ágiles. Se encargaba de organizar los turnos por orden de llegada y algunas veces asistía a su marido en las intervenciones que se practicaban. Su rigor era excepcional y su capacidad para reducir las frivolidades cotidianas, se consolidaba magistralmente, al mismo tiempo que los aspectos más básicos de su rutina lograban una emancipación desaforada que tanto lo horrorizaba. Sin embargo, una noche cuando intentaba conciliar el sueño, un llanto eterno de niños sin dueño le taladró los oídos a su esposo. Abrió los ojos y se aferró a la poca luz que habitaba en la habitación para eludir la nostalgia que le producía aquel formidable desapego a la costumbre cuando su marido la pellizcó en las costillas.
¿Escuchas el llanto? – le preguntó el doctor desconsolado
¿Cual?- dijo aún dormida.
Ese… - dijo y señaló con el dedo en algún lugar de la habitación. Su esposa se incorporó súbitamente. Tanteó en el interior de la gaveta y encontró una tableta de medicamentos. Aún dormida, extrajo dos pastillas. Luego se dirigió a la cocina y regresó con un vaso de agua.
Tómatelas juntas –le indicó- eso es fatiga. Él se molestó.
Aquí el medico soy yo – puntualizó él.
Ninguna ciencia superará la sabiduría femenina – concluyó ella. El Doctor se sintió acorralado. Absorbió  las dos aspirinas efervescentes en un impulso, pero el malestar en su cabeza no desapareció esa noche ni las otras noches durante los próximos meses. Tropezaba con niños espectrales todos los días, de todos los tamaños y de todas las edades. Los encontraba en el baño justo a la hora de ducharse, en la mesa cuando almorzaba, en el patio cuando reposaba la siesta y en medio de sus intervenciones clandestinas en la clínica.
Un sábado, mientras auscultaba su rostro frente al espejo en busca de alguna imperfección del tiempo, un niño lánguido y descalzo lo jaloneó del pantalón. Tenía los ojos amarillos como la yema de un huevo cocido y el rostro deforme como un vástago de ñame. El hallazgo lo hizo brincar sobre la cama con la conciencia alterada. Todavía no lograba acostumbrarse.
Ave María Purísima –Exclamó con los nervios a punto de colapsar. El niño se hurgó la nariz, se extrajo una bolita de mucosidad nasal y luego se la introdujo en la boca. La fiebre de la muerte había dejado de atormentarlo desde hacia mucho tiempo y parecía más muerto que la misma muerte. Su piel era impermeable, rustica,  tenía una tristeza espesa y la desesperación crónica que desvela a los vivos. Un día el doctor no tuvo otra opción y terminó por acostumbrarse a la cúspide de aquella sutil desavenencia, al llanto incisivo de los bebes que no pudieron nacer  y a las visitas imprevistas del más allá.
Arcilia se ubicó en posición fetal con parsimonia y el Doctor le aplicó una anestesia en la vertebra. Después se incorporó y se puso boca arriba con las piernas abiertas. El medico escuchó un llanto ínfimo, pero no se inmutó. Segundos después, sin advertirlo, cinco niños grises y polvorientos se sujetaron con firmeza del soporte metálico que sostenía la camilla y uno le jaloneó el cabello. Arcilia los miró con ternura y entonces escuchó el llanto del más pequeño.


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