El mejor Bar del mundo
La última vez que la vieron
con vida tomaba una copa de brandy en el
bar del viudo Rupert. Eran la 1:30 a.m. estaba sola como siempre, sentada en
frente a la barra siguiendo con la mirada cada movimiento de Rupert cuando
servía tragos a los pocos ebrios que aún estaban en el lugar. Rupert, el dueño del Bar, un hombre de
carácter utópico y de voluntad trascendental, parecía una hormiga elástica, moviéndose de un lado
hacia el otro sin perder el equilibrio como un atleta saltando obstáculos. Ella
conocía a Rupert desde la universidad, cuando alguien se lo presento una noche
de copas y le dijo que tenía un bar, el mejor bar del mundo. Desde entonces
cada viernes lo visitaba y terminaba emborrachándose hasta perder el sentido.
Cuando encontraron el cuerpo sin vida de Divinne en un estacionamiento
abandonado, llevaba un traje rojo de encajes y los mismos tacones altos de
siempre. Parecía un muerto lejano de esos que suelen nunca recordarse. Un
recuerdo encarcelado en la esencia del olvido. Pero Lo que más recordó Rupert
cuando la policía lo interrogo la mañana
siguiente, fue esa
apariencia febril que Divinne llevaba en el rostro todos los viernes
desde que frecuentaba su establecimiento. La misma apariencia distante y
lúgubre que Rupert reconoció en su rostro cuando vio su cadáver.
Desde que la conozco solo venía a mi bar y tomaba –dijo Rupert a la policía,
con nostalgia, como narrando un sueño.- siempre estaba sola. Siempre venia
sola. Se sentaba en el mismo lugar y hablaba de cosas. De su tedioso empleo, de
amores imposibles, de la familia que nunca tuvo y de ella. En realidad, era algo
abstracta e indescifrable. La única noción de locura que Recuerdo, fue una vez que
se trepo en la barra y de repente empezó a desnudarse. Todos gritaban
enardecidos. Pero yo mismo la tome de la
mano y la baje de allí. Nunca más volvió a hacerlo. Desde allí nunca más me vio
como Rupert el dueño del Bar, sino como Rupert su único amigo.
Divinne trabajaba en la oficina de correos estatal. No tenía amigos
y de su familia se sabía muy poco. Vivía en el centro de la ciudad. Una
apartamento modesto, sin jardín y sin terraza pero de habitaciones amplias. No tenía muebles y tampoco mascotas. También
se supo que había nacido en un pequeño pueblo del trópico, en Suramérica. Un
lugar apartado de geografía inhóspita con un rio sin destino, varias casas
uniformes y una escuela de alumnos con futuros prominentes. Como todos, vino a
la ciudad para escaparse de algo, para encontrarse
consigo misma. Era una latina de caderas prominentes, andar ligero y espíritu
voraz que mostraba pasión por los aspectos más básicos del ser humano. Esa
precisamente fue la razón por la cual Rupert
sintió esa conexión natural con
ella desde el primer momento. Esa complicidad inocente de dos almas que están
destinadas a tropezarse en algún tramo de la vida. Sin embargo, Divinne siempre
tuvo muchas otras cosas en que pensar y el viudo Rupert prefirió mantenerse tal
cual como estaba. Un hombre sin un pasado que contar, sosegado en una realidad
acorazada de recuerdos y sueños sin esperanza. Ese día en la jefatura, echo de
menos a Divinne y la siguió extrañando todos los viernes en la noche. Cuando se instalaba frente a la barra en silencio
con el mentón apoyado en los puños, y decía bromeando que su bar dejaría de ser
el mejor del mundo cuando ella no existiera. Y Rupert reía como un niño. Ella
soltaba una carcajada trepidante.
El viudo Rupert no durmió las noches siguientes. Y una semana después,
se propuso hallar un culpable. Así que recreó ese viernes en la madrugada. Palmo
a palmo, minuto a minuto, con la tenacidad de un relojero suizo. Esa noche cerró
temprano el bar. A las 12:00 a.m despidió a los últimos clientes ebrios. Divinne,
más opaca e irreal apareció en sentada en la barra y hablo a su oído.
Necesitaras más que tu instinto- susurró en su oído. – ¿cómo se
puede encontrar a alguien que nunca ha existido? Rupert se estremeció. Un frío metálico
sacudió el aire. Realmente Divinne nunca existió.
Mas tarde, Rupert despertó en la misma camilla del hospital psiquiátrico en
donde permanecía recluido por demencia desde hacía 10 años luego de asesinar a Divinne, su
esposa.
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