El tiempo envejece
El
tiempo sobrevino a la ventana y demoró varios segundos en el balcón. Pude verlo
entonces. Era un tiempo majestuoso. De esos tiempos que demoran años en
aparecer y se desvanecen en segundos. Esa mañana escribí de muchas cosas. De la
soledad viuda que cada lunes visita la tumba de su marido fallecido. Escribí de
la suerte apostando a “todo o nada” en un casino de las vegas. De las caricias
que mueren de tristeza esperando al amante que nunca llegara, en la mecedora del patio.
Escribí del silencio gritando desde los
huesos. Del dolor inmarcesible que no se resigna, de las alegrías con fecha de
vencimiento, de los seres queridos que llevas a todos lados en el bolsillo. De
amores que han dejado de existir y de la lucha por abrir el cofre misterioso de
la vida. También pensé en las hojas otoñales que se derriban ante la primavera
enardecida y sobre el sol agobiado por sus propios pensamientos. El tiempo me
dijo: “He venido a quedarme”. Y le creí. Instaló sus maletas en la cama y se
sentó. Llevaba puesto un traje negro y el cabello lo tenía endurecido por el
gel. Era, en efecto, un tiempo triste y frio. Estaba viejo, y tenía las manos
arrugadas por los años.
Hablamos varias horas hasta que se le hizo tarde. Ese
día por primera vez supe que el tiempo también se angustia y sufre. Pero es el
tiempo.
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