Imaginémonos el uno al otro, imaginemos los dos juntos.

Estoy cayendo al precipicio. Vengo de picada como una bala desafortunada. En instantes, suelo recoger las piernas y nuevamente vuelvo a estirarlas. Pero la caída es inminente. Dentro de 20 o 30 segundos, todo lo que en vida ha sido una esencia humana atolondrada y superflua, se convertirá en cuestión de segundos, en millones de nada esparcidos como polvo al aire. En interminables ceros a la izquierda, que rebotaran eternamente, calcinados por el fuego de una memoria envejecida. Quizás, entonces pueda descansar. Solo entonces cuando el vago recuerdo de tu cuerpo almidonado se convierta en una fantasma sin ilusiones, acostumbrado a perder todas las partidas, pueda hallar ese orificio de luz al final de mis vertebras. Es un acertijo irreconocible, el final de esta caída prematura. Sin embargo, estuvo escrito en las profecías milenarias de algún mundo irreal, desde aquellos años lucidos y juveniles. Siempre lo supe. Estaba seguro de que al terminar el camino todo se disiparía en un segundo letal. Aunque el precipicio con todo y su textura robusta, inherente y sólida, nunca estuvo en mis planes. Iré lentamente uniéndome a sus costumbres como un familiar lejano que visita un lugar y se queda por siempre. Igual, después del precipicio, solo restan días horizontales que siguen un camino sin retorno y yo soy uno de ellos.

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