El tiempo envejece
Ni siquiera el tiempo pudo escaparse a la longevidad de
los años. Una mañana como todas, inmóvil en la cama, con los brazos extendidos
y los ojos fijos en ningún lugar, pensó en esa juventud que en ese instante
transcendental de la historia habían dejado de recordar sus arterias y las coyunturas
que empalmaban cada partícula de su cuerpo; en ese tramo de luz que en otros
años más lúcidos terminaban endureciendo esa extraña voluntad genética que también
poseen los seres humanos para desobedecerse así mismos.
Por horas, estuvo
flotando en la penumbra del corredor que se extendía hasta el segundo patio, buscando
asidero en las paredes invisibles como un moribundo ciego, hasta que finalmente se sintió abandonada en el tumulto
de ciudades inmemoriales instaladas en sus recuerdos, quebrada como sueño
febril que cumple condena perpetua en una mente sin imaginación. Como una
tormenta intempestiva, el letargo voraz de los años inundó toda esa esencia que
conocía de primera mano. Sin embargo, no era la primera vez que ese sentimiento
de orfandad inminente atravesaba como un relámpago repentino sus frivolidades
más básicas. En otras épocas, cuando el mundo enfermaba de juventud y las cosas
carecían pocas veces de algún tipo de vigor, se encontró en varias oportunidades deambulando entre fantasías
irrelevantes, que solo podrían existir en su cabeza, y el síndrome tópico de
vivir. De modo, que la sutil efervescencia de los años transcurridos, en ese
preciso momento, no fueron tan ajenos a la crudeza de su memoria y a la lealtad
de ese corazón que le hacía cada vez más humana y real que otras veces. Se
incorporó, lavó sus dientes y se preparó una taza de café. Luego se sentó en la
mecedora y se cubrió con una manta de pies a cabeza a causa del frío. Sorbió
varias veces el líquido humeante, mientras el sol temeroso consolidaba sus
primeros dominios del día. Estuvo atenta a las aves que aparecían y
desaparecían una y otra vez, revoloteando y girando, atravesando las nubes
grises del cielo. Observó la eterna cumbre de las montañas nevadas y al
preciso verde que burlaba nuevamente la fiebre del invierno. Subió los pies e
impulsó su cuerpo para balancearse varios segundos. Cerró los ojos y tomó una
bocanada de aire que atravesó sus pulmones y los infló de vida.
En ese momento
de lucidez, tuvo varios relámpagos de conciencia. Se recordó de niña
balanceándose sobre el columpio de algún
parque que no lograba descifrar con exactitud, mientras la niñez sufría de
alucinaciones a causa de una cruel pubertad. La idea de envejecer no la había
atormentado tanto como en esa precisa mañana de mayo. Por primera vez, notó sus
manos arrugadas y endebles, su aliento
prodigo carente de esa esencia fundamental que todos necesitamos para vivir. Vio
su cabello marchito como una flor que extraña a su fiel amado y sus ojos sin el
poder para diferenciar los objetos en forma y textura, el uno del otro. Estaba
escuálida y encorvada. Entonces tuvo enormes deseos de desvanecerse y
desapropiarse de esa identidad anónima que le había tocado vivir sin su
autorización. Imaginó cómo fuese su vida si no le hubiera tocado el destino implacable
de convertirse en el tiempo de todos. El tiempo fácil que todos gastan a su
gusto y a su antojo, como una sutil marioneta que es manejada incluso por el
pensamiento de la brisa. Para ese momento, cuando nadie podría pensar que el
tiempo eterno, el extranjero conocido por todos pudiese envejecer tarde o
temprano, el mundo dejo de ser el mismo para siempre. Finalmente, el tiempo
había dejado de ser un tiempo joven y vigoroso con ánimos para seguir extendiendose
en la historia.
“El tiempo no puede envejecer”- se decía así misma frente
al espejo. Pero en efecto, hasta el tiempo esta vez fue privado de elegir su
propio destino. Ese día la inmortalidad de la que tanto se ufanaba en siglos
atrás, se había fugado de vacaciones al caribe sin previo aviso. Había comprado
un tiquete para el viaje eterno de sus sueños y su causa había preferido
dejársela al viento sin destino que soplaba desde el Cabo de la Vela. Mortal
como todas las personas que conocía, experimentó en carne propia el imperio de
los años y la improbabilidad de librarse de la fatídica muerte. Horas más
tarde, repuesta un poco al hallazgo del espejo, recobró ánimos y fumó varios
cigarrillos en la terraza. En marzo de ese mismo año, el médico había
diagnosticado en su corazón una clase de fiebre sempiterna. Un tipo de
enfermedad que agobia el alma del tiempo y la virilidad de la memoria. Sin
embargo, el tiempo había optado por no desligarse de su costumbre y permaneció fiel
así misma cumpliendo al pie de la letra la rutina que había construido por
siglos. Esta vez, humana e indefensa, sosegada por la realidad que desmoronaba
sus piernas, los días siguientes permaneció en cama, impulsada por el ocio
enfermizo de los moribundos y el mal azar de la suerte que conduce por una
carretera sin final. En esa condición premeditada de humano nauseabundo,
terminó por leer aquellos libros inconclusos de toda una vida. Organizó sus
obras por orden alfabético y se acordó de las macetas olvidadas del patio. Cambió
de lugar los muebles de la sala y nuevamente los ubicó en el mismo sitio como estaban
al principio. Luego seleccionó la ropa sin uso que aportaría a la misión
episcopal para los damnificados del pueblo. Parecía reverdecida y con el paso
de los días, sintió un halito nuevo en el cuerpo, como si estuviese estrenando alguna
clase de espíritu divino. Para su fortuna, los meses siguientes, encontró
nuevas actividades que le hicieron recobrar el fragor dormido que atravesaba su
corazón.
Retomó los estudios de historia clásica y de filosofía
antigua y se apasionó por encontrarle significado a las palabras desconocidas
que a veces cruzaban por su mente mientras dormía. Incluso, empezó a escribir
su propio libro autobiográfico. En él mencionaba el desgaste del tiempo a
través de los siglos y la milenaria y
enfermiza relación clandestina de la realidad con la fantasía. Habló de las
hazañas de los números reinventándose en formulas inconcretas y de los
acertijos que la imaginación esconde bajo la manga. Escribió por días e
incontables noche enteras, en diluvios de horas y tormentas de momentos
frustrados. Mientras las cuatro estaciones asumían el reto de organizarse por sí
solas en cada ciclo del año. Mientras el reloj reventaba como globos la astucia
de los segundos saltando cada tramo de hora despreciada.
Por esos días, el
tiempo se dispuso a llevar un hábito saludable en su alimentación. Básicamente,
incluyó verduras y hortalizas en su dieta. Abandonó las grasas en exceso y
desde entonces salió a caminar todas las mañanas. Sin embargo, ante todo esto el
mundo empezó a deambular en su propio éxodo. Las personas, sin tiempo, colapsaban
unas con otras tratando de sobrevivir a
la escasez de los minutos. En todo caso, el tiempo tuvo su momento para reinventarse cada día; pero como consecuencia
el mundo empezó a enfermarse de nostalgia. La mayoría se estancó en la
posibilidad de abstenerse de soñar y de fijarse metas a largo plazo.
En
general, se olvidó como planificar el futuro y como trazarse objetivos en la
vida. Simplemente, el tiempo terminó escabulléndose de las manos como
lagartijas líquidas sin dueño ni doliente. Demoro muy poco para que todo el
caos de un mundo sin tiempo rebasara las fronteras imaginadas. La imaginación sufrió
en carne propia el fenómeno de convivir en una realidad estancada, distante a
cualquier sueño por cumplir y con el recuerdo de algún tiempo que permitía
realizar las cosas según su manera. Ella también padeció la enfermedad de la
fiebre sempiterna. Cayó en cama por varios meses, hasta que una mañana, luego
de ese triste letargo, se reincorporó, abrió los ojos y pensó que había dormido
demasiado, por siglos. En ese estado de completa crisis e inestabilidad universal, el mundo olvidó la
esencia de rotar sobre su mismo eje. Se
hizo demasiado pesado, cruel, lento. Mientras transcurrió todo esto, a las
personas se les negó la posibilidad natural de crecer. Los ancianos no
envejecieron más y los niños, hábiles para soñar e inventar historias
fantásticas, se vieron atascados en esa etapa de brillo e ingenuidad, que nadie
logra recordar cuando es adulto. Vivieron felices hasta que la felicidad se
aburrió de mantener esa sonrisa de oreja a oreja y se transformó en una
felicidad sombría y fugaz como los pensamientos sin dueño que tardan años en
encontrarse con su amo. Entonces se convirtieron en niños eternos e infelices.
Seres infinitos encarcelados en una estatura media, agobiados por una memoria
parapléjica que ha invertido todo su dinero en construir un remanso de
recuerdos que no pueden reproducirse ni desarrollarse. Por su parte el tiempo,
alejado de los vicios humanos y de sus oscuras frivolidades, dedicó lo que
restaba de su vida a envejecer dignamente. Se encerró dentro de esas cuatro
paredes que muchos llaman el final de la vida. Aunque, en alguna ocasión sintió
remordimiento por el mundo. Pensó que sin él, el caos y la inmortalidad humana,
más tarde que temprano, se convertirían en una crisis existencial que no
tendría solución. Pero lo asumió con calma.
“Últimamente nadie tiene tiempo para nada – se dijo – No
creo que yo haga falta”. Y realmente tenía razón. El tiempo y las personas
habían firmado su sentencia de divorcio desde hacía muchos años. Era un asunto
anunciado. Una de esas objeciones que han dejado de ser acertijos para una
mente afortunada. Sin embargo, en alguna de esas fibras más íntimas de su
razón, el tiempo abrigó todo ese peso de la tristeza humana que por instantes
lo ubicaba frente al estrado de juicio como un culpable sentenciado de manera
intuitiva.
Mientras tanto el tiempo envejecía. Sus movimientos cada
vez eran más toscos, con la voluntad de quien no desea manipular ningún aspecto
de su vida. La mayor parte de sus días, parecía distraída, efímera. Alguien sin
una razón de peso que pudiese conducirla a algún destino específico de este
mundo. Alguien sin una brújula alternativa que pudiese usar en el momento
oportuno. Increíblemente, el tiempo se había convertido en un triste punto
cardinal sin esa ilusión que posee el horizonte para orientar al viento perdido
y a los espejismos furtivos en el desierto.
Sin tiempo, el mundo se invadió de desconsuelo. Desde
entonces, todos los instantes memorables se detuvieron y unieron los esfuerzos
para que hasta un simple suspiro terminara congelándose en el aire. La memoria
sufrió retraso en la cronología y en la exactitud de sus engranajes. Nadie
recordaba ni el más mínimo asunto. Simplemente, el tiempo no existió nunca más.
Transcendió a otro mundo desconocido, alterno a la vida que todos conocemos. Se
extravió a su manera, impidiéndose así mismo retornar al pasado, como en los
sueños que tuvo en repetidas ocasiones mientras todo estuvo a su favor. De esta
manera, la realidad devoró cualquier vestigio de lucidez conocida y las
personas no tuvieron el tiempo necesario
para vivir y disfrutar de mejores
momentos. ¿Tienes tiempo tú?
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