Gatos azules
El señor que repartía la correspondencia llegó ese día
a las 9:00 a.m. al vecindario como de costumbre. Era un hombre hábil en sortear
situaciones imprevistas y esa mañana inexacta tuvo la sensación de haber vivido
tan poco para todos los años que lograba reunir en el calendario. Su vocación aprendida
en llevar buenas y malas noticias a personas que no hubiese querido conocer, lo
habían convertido finalmente en un ser abstracto y triste. Un ser frívolo de espíritu
afable con una rara sensación en las manos que le restaba firmeza para
manipular y sostener los objetos. Y en efecto, su postura frente a las
situaciones extrañas simplemente no le merecía más atención que sus sueños
reprimidos y la valentía para asumir, como una costumbre milenaria, esa tosca
capacidad de vivir y de adaptarse a las improbabilidades de la memoria. Por eso
ese mañana, cuando vio el primer gato azul trepado en el tejado de una casa, mirándolo
fijamente, como estudiando la geografía ligera que trazaban sus pies, pensó en
todo menos en que el destino le estuviera jugando una broma desafortunada. Además,
para esas alturas de sus años, había decidido abandonar la fe en las
coincidencias y la férrea devoción que le
tenía a la imaginación. En ese momento observó el reloj y se sintió
perdido en el horror de las manecillas marcando las 9:00 a.m. Parecía que el tiempo se hubiese detenido en ese frágil
marasmo de la mañana; congelado en el día como una pluma ingrávida que nunca
cae al piso pero tampoco avanza en ninguna dirección. Al finalizar la cuadra, se
había ocupado tanto en su empresa que ni siquiera recordaba el extraño suceso
del gato azul y sus ojos fijos en él. Sin embargo, más adelante al cruzar la
esquina vió más gatos azules atiborrados
en los tejados de otras casas y entonces tuvo realmente conciencia de lo que
estaba pasando.
“Mierda, hoy es el día de los gatos azules”- dijo
mientras trataba fallidamente de
espantarlos con los pies. En ese instante, recordó a su madre muerta caminando
hacia la cocina en busca de agua fría para remojar un paño, una noche que
deliraba de fiebre. Tuvo varios relámpagos de conciencia por varios segundos y rápidamente
sintió un enorme vacío en el estómago.
Esa noche de fiebre ininterrumpida vio
por primera vez un gato azul. Un gato espectral de ojos grandes y amarillos que
lo auscultaba sin parpadear desde la mesa rustica donde la lámpara de queroseno
esparcía una luz endeble a toda la habitación.
Para entonces solo era un niño asmático que sufría en carne propia la maldición
de enfermarse por el exceso de afecto matriarcal. De esa noche milenaria e inmemorable
no se acordaba ahora. Mucho menos de su madre muerta ni de las últimas flores
que llevo a su tumba, ni de su rostro dorado por la luz acercándose al suyo
para susurrarle canciones en lengua ancestral y mucho menos de los recuerdos ajenos
tratando de escaparse del cementerio en las noches de octubre. Aquella fiebre
infinita y tardía llegaba cada año a su
ventana, proveniente del norte, más allá
del mar asiduo que intenta perderse en otros mares universales y donde los
náufragos morían de felicidad y la brisa por fin era libre. Revoloteando se
agolpaba en los cristales hasta que una fuerza invisible la empujaba hacia
dentro, se filtraba por cualquier hendija y terminaba incrustándose, a través de la piel, en sus huérfanos pulmones.
Cuando el reloj marcó las 9:30 a.m la
cantidad de gatos azules fueron tantos que debía abrirse paso en la acera con
un improvisado bordón de madera seca. Entonces sintió en carne propia el peso
de miles de ojos amarillos que lo contemplaban en silencio desde los tejados
antiguos y los arboles otoñales, desde las cercas desvencijadas de lotes
baldíos, los césped recién cortados y los jardines colgantes. Nuevamente recordó
a su madre. La vió traslucida en medio
de sus recuerdos más ínfimos. Instalada en algún lugar de su olvido, le hablaba
de ese dolor que aun después de muerta sentía en sus piernas y de ese
descomunal vacío que sentía en el alma. Habló de los domingos eternos en el cementerio
y del calor mordaz que experimentaba en agosto. Cuando ya no pudo caminar por
la multitud de gatos enmarañados unos con otros, se sintió desolado. Perdió el
vigor en las piernas y la constancia de los humanos vivos y finalmente cayo de
bruces contra el suelo en una caída lenta.
“Gatos azules” – dijo.
Cuando abrió los ojos su madre
muerta estaba cerca de su rostro, observándolo fijamente con esos ojos
amarillos y por primera vez escuchó ese espectral ronquido en su corazón.
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