La nostalgia de un inmortal



 
Los brotes de inmortalidad aparecieron por sorpresa en la tarde del domingo de pascua. Pablo Atanasio, un hombre de 78 años, quien en los últimos meses había asistido a cada funeral de sus cómplices en las eternas partidas de dominó, se encontraba sin supervisión alguna encaramado en el tope un árbol tratando de alcanzar unos mangos sin madurar cuando de repente una de las ramas donde hacia presión con el pie, se quebró y perdió el equilibrio. Permaneció suspendido en el aire varios segundos y cuando  finalmente no pudo sostenerse con las manos de ningún lado, cayó irremediablemente de cabeza en el suelo luego de un descenso inevitable que demoró menos de 8 segundos. Unos jóvenes trepados en el tejado de la casa continua, advirtieron sorprendidos la caída imprevista del anciano y algunos se llevaron las manos a la cabeza, mientras que otros menos gallardos prefirieron cerrar los ojos y contener la respiración. Sin embargo, Pablo Atanasio se levantó al cabo de unos segundos de estar tirado en el piso, se irguió rápidamente como un resorte y sacudió el polvo de sus pantalones y del sombrero. Luego les hizo un saludo militar a los jóvenes cuando supo que lo estaban observando. Los jóvenes se miraron entre ellos sorprendidos. Uno de ellos no pudo soportar el peso de la revelación y atónito por el hallazgo bajó corriendo del tejado a contarles a sus condiscípulos pero nadie advirtió credibilidad en su invención por hallarla demasiado descabellada e irreal para una ciudad tan incrédula como Riohacha. Caso similar le aconteció a Argimiro Mejía, un jubilado del gobierno  que había llegado a la ciudad en los tiempos que  los más pobres se limpiaban el culo con billetes y los cantantes se incrustaban oro en los dientes. Estaba sentado en la terraza de su casa tratando de descifrar algunas palabas confusas en el crucigrama del periódico cuando un árbol agrietado que estaba en el costado del jardín se doblegó de repente y le sobrevino encima. Después de 2 horas, con la ayuda de 6 hombres finalmente pudieron levantar el tronco del árbol y los rescoldos de construcción esparcidos severamente en la terraza. Al instante, un Argimiro polvoriento se levantó en un santiamén ante la mirada atónita de los más escépticos y sonrió.

Nunca han visto a un muerto – dijo, mientras se limpiaba el rostro y los brazos con un pañuelo perfumado de María Farina. 

A partir de ese día el brote de inmortalidad terminó contagiando a todos. Una de las mujeres que había llegado a la casa de Argimiro atraída por el rumor de la inmortalidad, intentaba cruzar la calle cuando el alboroto se dispersó y sin advertirlo un auto de la compañía carbonífera la embistió  de repente. El impacto la levantó por el aire y segundos después cayó de bruces contra el pavimento. Sin rasguño alguno en el rostro o en el cuerpo, se incorporó súbitamente y salió despavorida hacia su casa a contarle a su marido. El rumor de la inmortalidad llegó a los oídos de todos en cuestión de minutos. Los más felices fueron los veteranos de guerra que solían reunirse todos los miércoles para evocar episodios traslucidos de una lucha que nunca sintieron suya. Desempolvaron sus armas y sus trajes militares, brillaron las botas con la pasión de otros tiempos febriles, se organizaron en grupos y practicaron entre ellos mismos tiro al blanco en el patio de Isidoro Pushaina toda la tarde. Mientras uno disparaba, el otro con un tomate en la cabeza o un limón dentro de la boca, a varios metros de distancia, funcionaba como blanco. En turnos rotativos, cada uno fue probando su puntería por varias horas hasta que se agotaron las municiones y el dolor de cabeza fue insoportable, porque la mayoría de las balas golpeaban en el cráneo de quienes servían como blanco y no en el objeto dispuesto para tal fin. Pero aun así nadie terminó lastimado. Por si fuera poco, uno de esos días Matilde Brito elaboraba con vehemencia la misma rutina  que por años había logrado construir sigilosamente para evadir la nostalgia que se filtraba a través de sus ojos cuando recordaba a su esposo muerto: cambiaba de lugar las macetas de eucalipto y helechos huérfanos que había removido el día anterior, recogía las hojas otoñales de los mangos sublimes que se colgaban en la conciencia del patio y en los rincones más estrechos del drenaje instalado para verter el agua de las lluvias torrenciales de octubre. Pero algo inusual experimentó en su corazón ese día, porque por primera vez durante mucho tiempo, sus deseos reprimidos de llorar fueron más grandes que todos  sus deseos juntos de vivir. La idea que tanto la aterrorizaba desde niña en las noches que se orinaba las sabanas a causa  del frio, logró incrustarse en las coyunturas ínfimas de su alma y la compasión que creía  tener de sí misma en aquellos años de soledad empedernida,  se elevaron como un pájaro sin retorno y entonces tuvo tantas ganas de morir como de gritar. Así que esa mañana sin dudarlo le reveló a su esposo muerto la idea que la atormentaba con sigilo desde hacía mucho tiempo. Su esposo escuchó atento, mientras tomaba sorbo a sorbo una taza de café humeante. Al terminar, se quedó en silencio. Ese día la versión de una mujer que no conocía hasta entonces, logró consolidarse como el descubrimiento más grande para un muerto que ocasionalmente viene por una taza de café e intenta se resistirse al olvido.

La soledad te está enloqueciendo – le dijo con nostalgia

Ella contuvo las lágrimas, pero una logró escabullirse de sus ojos y se deslizó por la mejilla levemente hasta que se convirtió en una mariposa plateada, cobró vuelo y desapareció en el aire.

No es locura – dijo – es cansancio. Con 88 años, cualquier apego a los recuerdos que nos brinda la memoria es ganancia.

Es pecado ir en contra de la voluntad  de Dios – le advirtió

Esa es la voluntad de Dios – dijo

Ambos quedaron en silencio por un rato. Matilde cerró los ojos para auscultar sus pensamientos y cuando los abrió nuevamente, su esposo muerto no estaba. En cambio, su espectral presencia había desprendido un olor silvestre a linaza cocida en toda la sala y eso lo hizo que lo recordara efímeramente vivo, como en otros años más jóvenes. Se encontró sentada en la mesa sin saber cómo ni cuándo había llegado hasta allí. Repuesta a sus alucinaciones, más tarde abrigó con renovado ímpetu  llevar a cabo su empresa. Compró algunos metros de soga en la ferrería y convenció al dueño de fabricarle un lazo bastante fuerte porque pensaba ahorcarse. Él acepto y luego sonrió.

¡Eso es caso perdido señora! – Dijo riéndose – ¡aquí todos somos inmortales!

Ella no comprendió y caminó avergonzada de regreso hacía su casa. Se dirigió a su dormitorio y amarró la soga en el travesaño valiéndose de una rustica escalera. Luego ubicó un taburete  debajo del extremo inferior de la soga, sorbió una última taza de café y se trepó con dificultad en él. Introdujo su cabeza a través  del lazo hasta que su cuello quedó bien sujeto dentro del nudo. Como pudo, se abalanzó sobre su propio peso y con una patada  retiró el asiento hasta quedar suspendida en el aire. No opuso resistencia. Permaneció inmóvil con los brazos sueltos y cerró los ojos. Tuvo tiempo para pensar en las gotas libres del lavabo, en el gato cazando los ratones sobre la cornisa y en su esposo muerto tratando de organizar los muebles del comedor. Pensó también en el calor tormentoso de sus piernas y en el sacerdote arrojando flatulencias en pleno sermón. Al día siguiente, cuando abrió los ojos, seguía suspendida del techo y entonces tuvo dolor de cabeza. Su esposo, sentado en la cama la contemplaba mientras tomaba una taza de café.

Es pecado ir en contra de la voluntad  de Dios –  dijo- te lo dije


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