Taza de canela
Eduviges no pudo dormir esa
noche tampoco. Agobiada hasta los huesos, completaba varios meses
experimentando hormigas en los ojos y la
sensación de estar dormida había dejado de producirle el mismo asombro que
antes. Sin embargo, nuevamente tuvo absoluta confianza en la sabiduría de su
madre muerta y preparó por milésima vez la misma cocción de canela de todas las
noches. Luego sirvió una taza caliente y la ingirió en sorbos lentos mientras
imaginaba episodios irreales del pasado que hubiese deseado haber vivido a
plenitud para disfrutar al menos de algunos recuerdos felices a sus 48 años.
Al
terminar el último sorbo, siguió esperando el momento exacto en que sus ojos terminaran la
vigilia de una vez por todas. Pero no sucedió. Otra vez, la noche helada
transcurrió frente a sus ojos impregnándole la piel de una viscosa nostalgia.
Entonces tuvo varias ráfagas de conciencia esa noche. Pensó en sus años de luz,
agobiada por una juventud inmortal que perdía vigor con el tiempo y la ubicaba
en algún lugar de la memoria que no descifraba totalmente. Sintió que sus
huesos flotaban dentro de ella y un sabor sin sabor en la lengua. Caminó a la
cocina, sirvió con agonía otra taza de canela y se recostó en una mecedora con
los pies puestos en otra silla.
La peste de las hormigas en sus ojos la había
contraído en su último viaje a Venezuela. En esa ocasión, obligada más por una decisión
moral que consanguínea, asistió al
funeral de una hermana paterna a quien nunca conoció y de quien muy poco supo
hasta ese día. Cuando notó en ese cuerpo apesadumbrado, instalado con tanto régimen
y dedicación dentro ese ataúd, vio tantos
rasgos familiares juntos que fuese imposible negar algún parentesco a simple
vista. El segundo día, cuando el obispo
local rezaba la oración acostumbrada, azotado por los mosquitos y el humo
agobiante de las velas, alguien del tumulto se acercó por detrás y le advirtió algo
sobre los ojos, pero ella no comprendió.
“Los ojos!” – murmuró con
angustia una voz famélica. Ella volteó y escuchó la misma voz moribunda de lado
contrario. Volteó y no vio ningún rostro familiar entre la muchedumbre.
Que pasa con mis ojos?- Preguntó.
Son muy bonitos – dijo otra
voz- es una pena que los cierres para dormir. Si yo tuviera esos ojos soñaría despierta.
Entonces frotó su rostro varias
veces y desde esa misma noche no pudo
conciliar el sueño.
Los primeros días con la enfermedad fueron menos
insoportables. Dormía con regularidad aunque en sueños breves y livianos. La despertaba
el mínimo ruido de un insecto tratando de traspasar la frontera del viento y
hasta un simple pensamiento buscando asidero en la memoria. Tuvo que reorganizar
su rutina en varias ocasiones y las
noches silenciosas las utilizaba para terminar las actividades que habían
quedado incompletas en el día. Cuando llegaron las hormigas a sus ojos todo empeoró.
Pasaba horas enteras inventando brebajes que luego ingería en las noches.
Renegaba de aquel maldito día en que su papá había engendrado a una hija a la
que nunca reconoció como suya y del día en que viajó al funeral de una hermana lejana
a la que nunca pudo conocer.
Un día de esos, después de muchos años de haber
llevado el último ramo de flores vírgenes a la tumba de su madre, ella apareció
en la cocina asombrosamente espectral y triste, justo en el momento en que Eduviges
pensaba sacarse los ojos con un cuchillo.
Hija de Dios – Exclamó y se
llevó las manos a la cabeza – Vas a enfurecer a las ánimas!
Las ánimas no han hecho nada
bueno por mí - Dijo sin inmutarse – Me
importa una mierda si se enfurecen conmigo. En esa oportunidad su madre muerta
logró convencerla de las consecuencias de tomar decisiones aceleradas y con la sangre
caliente. Su madre, quien en alguna oportunidad enfermó de lo mismo cuando era
niña, no recordaba en que momento ni como había logrado reponerse a la peste de
las hormigas en los ojos. Sin embargo, fue muy enfática al prevenirla sobre la
mala reputación que tenían los ciegos en el reino de los muertos.
Sin ojos no podrás ver el paraíso-
le dijo.
Muerta no los necesito – la
contradijo Eduviges.
Eso crees tú – corrigió – en
la eternidad el uso de ellos es indispensable. Eduviges se encogió de hombros.
Para una mujer como ella, acostumbrada toda su vida a ceñirse fielmente a sus
propias determinaciones, la idea de depender de otros nunca había generado en
ella tanta inconformidad como en ese momento. Desde esa noche, nunca más
intentó sacarse los ojos.
Así transcurrieron los
meses. Eduviges por su parte, intentaba adaptarse a una vida austera, durmiendo
ocasionalmente de día en porciones de minutos cuando las hormigas permitían una
tregua. Por su parte, su madre muerta de vez en cuando aparecía en la cocina para
prepararse una taza de canela y para desacomodar y nuevamente acomodar los utensilios
que Eduviges había organizado la noche anterior.
Al contrario de lo que
muchos pensarían, morir tiene algo de dignidad y felicidad – Confesó su madre
muerta mientras brillaba un caldero con la misma pasión que hablaba. - es como
volver a vivir pero sin hacerlo. Eduviges tomaba una taza de canela a sorbos
cortos. Desde el patio, un sublime olor a vegetación reciente hacía flotar la
casa sobre el suelo.
La vida puede llegar a ser
tan miserable como morir – dijo – pero nunca tan digna y placentera si no
puedes disfrutar de los detalles más simples del ser humano, como dormir por
ejemplo. Su madre muerta asintió con la cabeza.
Con la razón no se puede
pelear-dijo
Eduviges sonrío.
Coincidieron en el mismo ángulo visual y sus ojos terminaron frente a frente.
Exacto – dijeron al unísono.
Rieron.
Por favor haz algo por tu
madre muerta – dijo- sírveme otra taza de canela.
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