Necesito pensarte


Aquel hombre pensó que podría desacostumbrarse a lo acostumbrado. Su imaginación sirvió de equipaje y el ímpetu de las mil plagas que enfermaban su estómago desde que emprendió la travesía, fueron útiles linderos para demarcar el camino en las noches desesperadas de abril. En algún momento la incertidumbre logró abatir su determinación y pensó en la probabilidad de acertar en lo improbable. 

Exactamente en ese espacio de letargo que inundaba todo el universo, tuvo la sensación de haber vivido por mucho tiempo en un sueño denso y hostil como un niño oculto en la trinchera de alguna pesadilla. Apesadumbrado por la nostalgia de aquellos años otoñales y la eterna primavera que compartía sus secretos inverosímiles con las flores recientes, auscultó la memoria intentando extraer alguna minúscula razón que pudiese inyectarle pasión a su rutina. Pero no fue así. Estuvo perdido por años de si mismo, dando vueltas sobre un mismo eje, sustituyéndose miles de veces, en formas y colores distintos. Recordaba el aroma de aquellos ojos que había contemplado miles de veces en silencio. La textura de su piel húmeda después de amarse como si fuese la determinación del mismísimo Dios  en el último día de un simple mortal. De esos tiempos los recuerdos se condenaban al desacierto de un amor infinito y a la improbabilidad de promesas incumplidas. Recuerdos alucinantes y desperdigados como burbujas de silencio, se reventaban en la ventana intentando huir de aquel mundo oscuro y frívolo en el cual se había convertido su corazón. Allí lo encontré muchas veces, sentado a un lado de la cama con la mirada fija en la ventana cerrada. Superfluo, indiferente al mundo que afuera giraba con amargura y desamor. Abría la ventana y luego me sentaba a su lado. Hablaba por horas de cosas que podrían interesarle y las palabras se desvanecían segundos después en el ruido desesperado de las aspas del ventilador y los tornillos afanados por desatornillarse del metal oxidado. 

Meses después de mi última visita, encontré a un hombre perdido en la conciencia habitual de un ser que ha dejado de vivir una vida. Llevaba una barba espesa sin afeitar y las uñas largas como un brujo medieval. Permanecía en la misma ubicación de la cama, arraigado como un animal de hierro, impregnado de una sustancia tópica que muchos llaman nostalgia. Un día no pude visitarlo más. Pero lo imaginaba en el mismo lugar de la cama con sus ojos fijos a la ventana sin abrir. Amando un amor que había dejado de ser suyo y echando de menos los recuerdos fugaces que sin saberlo aun guardaba en el bolsillo del pantalón. “Necesito pensarte”, lo escuché decir muchas veces en sus últimos intentos de cordura. Supe de su muerte en un septiembre inevitable. Justamente en la prensa, cuando alguien conocido publicó la noticia, básicamente,  por la miserable satisfacción de poder explicar al mundo como un loco poeta termina perdiendo la razón al escribir un historia que quizás nadie lea.

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