El escritor



Quiso escribir sobre su vida. De las peripecias acostumbradas para enfrentarse al caos de un mundo tan hostil como su propia alma. Durante 10 minutos estuvo sorteando palabras sobre la hoja en blanco. Tachando, escribiendo, borrando y reescribiendo en miles de formas, la misma frase que reventaba su cabeza desde hacía muchas noches. Necesitaba la dignidad que había perdido en un juego de azar. La nostalgia que doblegaba sus coyunturas nuevamente reiteraron la condición de su destino. Malditos colores que hinchaban esa habitación, tres veces malditos los sonidos de la noche sempiterna que se prostituía en los oscuros rincones de la avenida por varios billetes indignados. Muy pronto, la sensación de escribir su propia historia terminó desajustando sus recuerdos más claros. Una playa distante bajo el fuerte sol, un oleaje infinito que rejuvenecía miles de veces y un julio sediento, muriéndose en medio del desierto. El escritor de mierda, sin imaginación, sin palabras, frente a frente con la hoja en blanco, enfermó esa noche. Cayó en el suelo de repente. Su caída lenta, describía momento a momento, cada segundo que había logrado capturar del tiempo. Otros recuerdos fugaces, otros relámpagos de conciencia. La brisa que se logró filtrar por la ventana, deambuló en la habitación. Acarició el cuadro de su madre muerta y el portarretrato de su abuelo olvidado en la tumba sin flores. Giró y tropezó con la lámpara intermitente. Luego rebotó y golpeó la hoja en blanco. La hoja cedió sus impulsos y su rebeldía para caer finalmente después de un vuelo profético. Aterrizó en su rostro.  Nadie imaginaba que aquel escritor yacía retorciéndose en el piso con espuma blanca en la boca. En esa habitación de amores mezclados y sueños de otros abandonados en las esquinas, la esencia del alma buscaba la rutina para aferrarse nuevamente. Sin amor soslayo,  aquel escritor trataba de escribir la historia de dos amantes que nunca pudieron encontrarse una noche. De eso quiso escribir. De ella, de su cabello ondulado, sus labios gruesos, del lunar mágico que aparecía en varios lugares de su cuerpo. De él, de sus ojos tristes, de su orfandad sublime, de su capacidad para escabullirse de sí mismo. De aquel recóndito espacio que se alquila para amar por horas. Las ventanas soldadas a su memoria y el horror de las manecillas del reloj. Miles de historias quedaron en sus bolsillos. Maldito aquel escritor que olvidó sus fármacos en la primera gaveta. Mil veces maldita la idea aferrarse a una historia que nunca publicarían en ninguna editorial. Quizás mañana incluya esto en algo que intente escribir.

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