Orfandad en los huesos



En su último hálito, la eterna anciana tomó en sus brazos al bebé y lo arrulló en lengua Wayuu. Luego puso la mano en los ojos del recién nacido y repitió con fluidez unas palabras legendarias como si las estuviera leyendo al pie de la letra en algún pergamino sagrado. Sin comprender exactamente el increíble acontecimiento que lo habría de perseguir todas sus noches, el niño soltó una sonrisa sutil y por fin la anciana pudo cerrar los ojos para siempre. Recordó. Era una anciana Wayuu de manos imprecisas que había sobrevivido a todo tipo de enfermedades milenarias en el desierto de La Guajira con la misma pasión y fortuna como finalmente se había acostumbrado a vivir. En carne propia sufrió en sigilo la fiebre de los mil días en la época de la Bonanza Marimbera, el asma del trópico que doblegaba los pulmones de los más incautos y la fiebre atroz que volvía frío el corazón. Había instalado su pequeña casa muy cerca al cabo de la  Vela, detrás de las montañas inhabitables donde los fantasmas de otras generaciones se extraviaban y el rio Ranchería aparecía espectral de algún resquicio imaginario,  cada medio día, en el momento menos indulgente del desierto. Después de tantos años aún preservaba el mismo espíritu virgen de otros tiempos  y la necesidad de sobrevivir a toda costa, incluso cuando la voracidad de la memoria la forzaban a experimentar clavos en los pies y agua dentro de sus huesos. Como una revelación decisiva sus últimos días libraron una batalla severa en contra del mismo destino. A ese lugar recóndito donde los días transcurrían con el vigor de un tiempo congelado, un sábado  llegó como de costumbre su hijo Alcides Uriana varios días antes de que, finalmente el olvido consiguiera arrebatarle los últimos recuerdos de su conciencia. Con la puerta y las ventanas abiertas, la encontró en la sala meciéndose en un chinchorro esplendido que no necesitaba amarres en los extremos para sostenerse. Superflua, ingrávida como si la determinación por vivir en  aquel rescoldo de geografía árida,  hubiese desterrado de cualquier tipo de cordura en ella. Se veía diminuta en medio de tanto espacio sin ocupar pero a la vez tan enorme y sublime en el poco espacio ocupado. La mesita de madera,  la tinaja con una bebida de maíz fermentado,  una lámpara de luciérnagas que le había regalado Francisco el Hombre, las ollas brillantes colgadas en la pared de barro y las cortinas de satín desafiando el ímpetu del viento. Hundida en un letal descorazonamiento la primera impresión que tuvo de su hijo fue formidable. Se incorporó con esfuerzo y pidió que se acercara  a su rostro para apreciarlo mejor. Auscultó el rostro del pequeño Alcides, palmo a palmo, con sus manos tristes. Era pequeño y tenía la piel tan tierna como un tomate silvestre. Lo alzó y lo ubico en su regazo hasta que un sueño profundo cubrió al universo y la luna hinchó con su luz cualquier espacio milimétrico en el cabo de la vela. Recordó. Tenía los ojos grandes, azules y dentro de ellos el fulgor innato que evade cualquier brote de frivolidad, característica de los niños que llegan puros a este mundo. Alcides rechazaba la idea de ese destierro sublime que ella había determinado para sí misma. Pero la razón siempre terminó librando una batalla campal con su obstinación al momento de medir sus propias probabilidades. De esta manera no tuvo más remedio que acceder a su voluntad. Él vivía en Barrancas, un pueblo de casas desperdigadas donde los objetos tenían la costumbre de flotar sin previo aviso y debían sujetarlos al piso con anticipación para que no se fueran volando.  Para visitarla todos los sábados atravesaba senderos alucinantes en medio de tormentas de sal mineral que se producen  en Manaure, la arena escurridiza que se disuelve en la brisa y las aldeas improvisadas habitadas por niños nativos que solían correr detrás del polvorín de los autos foráneos que se dirigían al mar caribe para ser felices. Acostumbrada a la fortuna del destino y al acierto de sus rudimentarios métodos para percibir el futuro, en alguna ocasión predijo una  muerte en el fondo de una taza de café. Fue un domingo en agosto, dos días antes de su cumpleaños, cuando su hijo perseguía una cabra para degollarla y preparar un guiso con sus vísceras.

Alguien se va  a morir – le dijo en  lenguaje wayuu

El no comprendió.

¿Cómo dijo mamá? – gritó desde lejos también en Wayuu

Que alguien se va  a morir - gritó en  español – acabo de verlo en la taza de café

Usted con sus cosas mamá – dijo mientras se acercaba con el animal asustado en sus hombros – la muerte no se puede predecir porque termina volviéndose realidad.

Hoy lo vi en la taza de café y hace dos días soñé con un matrimonio ajeno – dijo, descubriendo con dificultad visual la figura borrosa que se había formado en el fondo de la taza vacía.

Mejor prediga que se va a vivir conmigo – dijo sonriendo – esa predicción la vengo esperando hace años. Ella se encogió de hombros.

La ciudad es para los jóvenes – dijo obstinada en Wayuu – acá tengo todo lo que necesito para vivir y para morir.

La determinación fue rotunda y Alcides no tuvo más remedio que sujetarse a la improbabilidad de que su madre en algún momento cambiara de opinión. Sin embargo los años transcurrieron y algo dentro de ella se vino resquebrajando lentamente hasta el punto de concederle la razón, incluso a quien no la tenía.

Una noche Alcides soñó con tres alcaravanes blancos que revoloteaban en medio un cielo despejado. De repente uno de ellos se hizo más grande y terminó devorándose a los otros dos. El peso de la revelación impidió que pudiera dormir plácidamente los días siguientes y esperó con angustia el sábado para contárselo a su madre. Cuando Alcides terminó de hablar, ella guardó silencio. La sensación de orfandad fue inevitable para ambos. La anciana salió a fumar un tabaco y Alcides la siguió con la mirada hasta donde la luz ínfima de la lámpara de luciérnagas se perdió en medio de  la penumbra del patio. Ese día ninguno de los dos pudo dormir. Con los ojos abiertos, Alcides esperó que despuntara el alba. Por su parte, la anciana permaneció sentada en el chinchorro sin balancear los pies, con la mirada fija a ningún lugar hasta que un dorado silvestre cubrió el norte y todo el Pilón de azúcar. Alcides tuvo el mismo sueño las semanas siguientes. Recordó.

En su último hálito, la eterna anciana tomó en sus brazos al bebé y lo arrulló en lengua Wayuu. Luego puso la mano en los ojos del recién nacido y repitió con fluidez unas palabras legendarias como si las estuviera leyendo al pie de la letra en algún pergamino sagrado.






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