La Corona de la Virgen


El Galeón la Cierva Dorada arribó a las costas de Riohacha una mañana de octubre. Proveniente de otras geografías impensables, apareció desde más allá de donde la imaginación  tiene alcance y donde el mar envejece agobiado por el ímpetu de la eternidad. Era un buque enorme, de velas endurecidas por  la súbita intemperie debido al trasegar inesperado por otros mundos sin descubrir y mares que no se podían mencionar porque aún carecían de nombre alguno. Apareció desde el norte de la península de La Guajira como un acorazado majestuoso, con sus veintidós cañones en reposo  y las tres banderas identificadas con una cruz roja en el medio, batiéndose entre el viento abrumador que revolotea en el mar abierto y las rocas incrustadas en las pequeñas islas habitadas por los náufragos sin dueño que se quedaban a vivir allí.  Ese día Elizabeth de la Encarnación, devota impredecible a cualquier brote de religión excesiva,  preparaba un guiso de conejo con coco cuando a través de la ventana, el sonido resonante del mar resquebrajándose por dentro  agobió su tranquilidad. Contempló con angustia al descomunal galeón acercándose al muelle con la cruel serenidad de una hecatombe en reposo y a lo lejos, en la otra dirección, vio como los comerciantes de baratijas medievales, mercaderes de esclavos africanos  y mercachifles árabes  que se atiborraban la calle de los plateros,  se fueron dispersando intempestivamente mientras se tropezaban unos con otros buscando una salida en medio del tumulto de personas que trataban de huir despavoridos. De repente, como un relámpago de conciencia, Elizabeth de la Encarnación,  tuvo una vaga certidumbre de cordura y en ese preciso momento, pudo comprender a gran escala la magnitud de la tragedia. La primera embestida de los cañones de la Cierva Dorada destrozaron las barandas del muelle antiguo de la calle primera de Riohacha y algunos cuartitos desperdigados donde los marinos europeos alquilaban amores de latinas esplendidas. Luego del polvorín producido en la arenilla de la playa, la catástrofe se prolongó por varios minutos y un estallido ensordecedor se catapultó hasta las nubes. Como una hormiga elástica, Elizabeth de la Encarnación se desplazó con premura a través del largo corredor de la casa buscando no sé qué cosa, cuando su marido, Blanco Gallardo, quien también había emprendido la  búsqueda de lo mismo,  tropezó con ella al final del pasillo. Confundidos se miraron de frente con el alma en la garganta y desconsolada, Elizabeth de la Encarnación se llevó las manos la cabeza.
Francis Drake! – dijeron al unísono
En años atrás, Francis Drake había sido un leal corsario ingles al servicio de la Corona de Inglaterra que asaltaba las costas inhóspitas del caribe y territorios sin descubrir del otro lado del mundo, en busca de artefactos valiosos y toda clase riqueza esplendida. Pero una vez, abandonado a la suerte por su comitiva expedicionaria en uno de sus viajes por las costas de Grecia, cayó prisionero por muchos años en el tártaro hasta que un día logró escapar aferrándose a sus pericias de camandulero y a su facultad de aventurero empedernido. Tisífone, la legendaria bestia de cabello plateado con cuerpo de mujer que custodiaba la mazmorra, abatida por el amor no correspondido de un ciclope magnifico, se quedó dormida bajo el agobio de la nostalgia y sin advertirlo, Francis Drake aprovechó para sacarle los ojos con una navaja de adamantio. Después la amarró de pies a cabeza con una ligadura de gleipnir y la empujó desde la cima de un acantilado hasta el fondo de la eternidad. A la deriva por varios meses, sin provisiones, el alma hinchada de amargura y con el estómago enfermo de disentería, logró sobrevivir cuando tropezó con un pequeño archipiélago en el fin del mundo habitado por hermafroditas vírgenes. La estancia en ese inhóspito lugar se prolongó por dos años y cuarenta y cinco días. Una noche, hostigado por la amargura sintió que la respiración se le escurría del cuerpo y se incorporó sobresaltado con calambres en el alma y en los pulmones. A partir de ese día, perseveró en la planificación de un plan que pudiera devolverle la tranquilidad a su reposo y finalmente se volvió enemigo de la Corona.
Blanco Gallardo recordó la primera vez que vio el galeón la Cierva Dorada. Nombrado por la Corona de Castilla y el mismo Fernando III «el Santo», se encargaba de transportar y custodiar el quinto real y otros tesoros inverosímiles, producto de la rutina conquistadora de las flotas españolas en las costas huérfanas del caribe. Un día mientras dormía en la isla de Aragón, el estallido de varios cañones  trepidantes y un inclemente fulgor en el cielo destrozando la penumbra de mayo, hizo que se incorporara súbitamente de la cama como un resorte tratando de arañar en el tropel algún indicio de conciencia. Como una revelación de la providencia estaba allí frente a sus ojos la embarcación más hermosa que hubiese visto. Era majestuosamente oscura y tenía incrustaciones de oro virgen en su  babor y estribor, organizadas con una maniobra excepcional a través de unas líneas rojas y doradas, increíblemente geométricas que custodiaban los cañones fulminantes. En la coincidencia de sus amuras, había tres ventanitas minúsculas con delgados barrotes de hierro y encima de ellas un trapecio azul iluminado en los bordes y con una imponente cierva dorada en la mitad. Cuando finalmente tuvo certidumbre  y recobró el valor en el honor que le cuelgan abajo a los hombres, un golpe imprevisto en la cabeza lo dejó tendido en el suelo. Al despertar horas más tarde, estaba amordazado de pies a cabeza en un cuartito de ventilación estricta, con una ventanita redonda sin vidrio y la desesperación del mar agitándose hizo que perdiera la cordura por un momento.
El olor a alcanfor reciente sofocó sus coyunturas y hasta entonces en su vida, nunca había experimentado tanto miedo de morir como de permanecer vivo.
¡Blanco Gallardo! – Se escuchó. Alguien vigilaba en silencio sus movimientos ínfimos desde algún rincón de la oscuridad. La luz endeble del día  perdió vigor. El no comprendió. Trataba de adaptarse a la incertidumbre que le producía aquel espacio irreconocible. Sentado en un pequeño catre, empapado de olvido y con la vehemencia de un moribundo, finalmente empezó a experimentar calambres en las piernas y la necesidad apremiante que tienen los humanos para resistir a las vicisitudes de la memoria se convirtió en un huracán inclemente dentro de sus ojos. Sintió un ronquido espectral de perro asmático acercándose de manera imprecisa, desplazándose sobre la madera milenaria y el olor insoportable a sardinas podridas que rebotaban en el aire insulso y que al final,  terminaba pulverizándose de manera inmediata al instalarse en sus pulmones.
Blanco Gallardo – insistieron
Alguien se acercó e iluminó su rostro con una lámpara de queroseno. En ese preciso momento, Blanco Gallardo recobró la conciencia que había abandonado con el golpe en la cabeza y la implacable certidumbre le otorgó menos demencia a su rudimentaria capacidad de inmolar aspectos irreales con la precisión de una mente prodigiosa.
Me harás un favor – le dijo y puso un pie en el travesaño inferior del catre que daba soporte a la estabilidad de la silla. La silla se desniveló y sus rostros quedaron frente a frente. – le dirás a la corona inglesa que el pirata Francis Drake es el dueño de mundo ahora. Blanco Gallardo asintió con dificultad. Sudaba. La desolación se impregnaba en sus huesos y sintió que flotaba en el aire.
Drake era corpulento, tenía cejas enmarañadas y la barba espesa reposaba sobre su pecho de vellocino dorado. En su hombro, un pequeño cerbero manso movía la cabeza al ritmo de una melodía irresistible que sonaba en algún recóndito lugar de la embarcación. Con provisiones indispensables, Blanco Gallardo fue abandonado en un bote de contingencia en algún lugar del océano pacifico. Durante varios meses, deambuló por aguas inverosímiles que anegaban el mundo. Con el alma húmeda y la inminente sensación de orfandad que se incrustaba en sus huesos, una noche de aquellas pensó que moriría sin perdón de Dios a causa del agua salada que se le empezaba a  filtrar en el espíritu y entonces perdió la cordura. Se acostó inmóvil. Cerró los ojos mientras balbuceaba una plegaria inconcebible y se dedicó en su último halito, a esperar lo inesperado. De pronto, un flamenco de plumaje dorado se estacionó en el extremo del bote y lo contempló en silencio. Tenía las patas largas y sublimes. El cuello larguísimo, los ojos amarillos y desorbitados, y en el pico llevaba un pescado moribundo que se movía como una culebra herida. El fulgor de las plumas congeladas en el cuerpo legendario del animal e instaladas milimétricamente una sobre otra por la mismísima providencia, hizo que Blanco Gallardo se incorporara de repente cuando finalmente se acostumbraba a la idea de morirse.  Advirtió con sus propios ojos la revelación y se puso de pies lentamente. Fabricó dos pasos fugaces tratando de acercarse al flamenco dorado que aún lo contemplaba sin inmutarse. Cuando perdió la concentración debido a un oleaje imprevisto que embistió el bote, el flamenco lanzó el pescado y salió volando despavorido. Entonces fue testigo del milagro.  Justo cuando despuntaba el alba, contempló a lo lejos miles de flamencos dorados que se apretujaban unos con otros en la costa de Manaure. Como pudo llegó hasta la orilla con el vigor de un moribundo, se derrumbó de bruces contra el destino y soltó una risa afable de felicidad. Lloró varios minutos en medio de centenares de flamencos dorados que revoloteaban en las nubes y sus lágrimas de nostalgia inaudita agrietaron el suelo mojado de aquella geografía sin origen que le había salvado la vida.
En ese trasegar de aventurero sin patria, un día apareció en la tienda del italiano Donato Anichiarico en la provincia de Fonseca, un pueblo irreal de La Guajira donde sujetaban a los niños a las patas de la cama para que no se los llevara la brisa en diciembre. Llevaba medio saco de iguarayas extraordinarias y un complejo artefacto conformado por un fuelle, un diapasón y dos cajas armónicas de madera colgado de su hombro. El aparato se llamaba acordeón y lo había encontrado por casualidad días antes en una de sus expediciones por Camarones y el Cabo de la Vela, en las últimas piltrafas de un barco alemán abatido por piratas en algún lugar de la costa de Uribía. Sin saber exactamente su uso, hacía demostraciones rusticas en cada pueblo inverosímil que tropezaba y las personas solían agolparse para escuchar mejor la melodía desvencijada y triste que brotaba del majestuoso invento. Ese día, Donato Anichiarico, despedazaba cincos pargos rojos con yuca cocida cuando escuchó el sonido ínfimo del acordeón atravesando el eterno corredor del almacén, atiborrado a lado y lado de invenciones de todo tipo  y sintió ganas de llorar.
Un artefacto así debió ser fabricado por los mismos ángeles – gritó desde el comedor. Sudaba en proporciones increíbles y estaba atrapado en una camisilla de algodón dos tallas menos a la suya. Era de manos pequeñas, nariz como pico de guacamaya y tenía el cabello almidonado con linaza cocida.
Blanco Gallardo asintió.
Por el mismo Dios – dijo Blanco Gallardo y luego sonrió.
La gente empezó a  dispersarse y Donato Anichiarico le hizo señas para que entrara al almacén. El italiano examinó sus botas polvorientas y el sombrero wayuu con un nombre ilegible grabado en letras legendarias. Tenía la piel azotada por la dura intemperie del desierto de La Guajira,  el rostro embadurnado de nostalgia y los ojos perdidos en el inclemente espacio de la soledad.
De dónde vienes? – Preguntó Donato Anichiarico. Sorbió un trago de jugo de tamarindo.
Del otro lado del mundo – respondió Blanco Gallardo, mientras buscaba con el rostro confundido un golpe de brisa que trataba de escabullirse a través de la ventana. Elizabeth de la Encarnación lo observaba con fascinación desde la cocina, por encima de la bailarina de cerámica y el mausoleo generacional de vasos de vidrios, cuando su madre le propinó un repentino pellizco en el brazo y ella brincó del dolor.
Usted está muy niña para esas cosas – le dijo en voz baja – aprenda primero a lavar las pantaletas.
Elizabeth de la Encarnación era la hija  menor del italiano. Hábil para comprender el complejo universo de los  números y equipada con la facultad providencial para organizar lo desorganizado y gobernar lo ingobernable, desde los diez años ayudaba a su padre en la contabilidad del almacén con la disciplina férrea de un adulto. En la medida que iba creciendo fue de mayor utilidad cuando el italiano empezó a sufrir de ulceras en la memoria y algunas veces desfallecía en el arduo intento de recordar aspectos tan cotidianos en la rutina como introducir las llaves correctamente en las cerraduras,  identificar los billetes de mayor y menor denominación y clasificar los productos en el inventario por orden de antigüedad. Hasta que un día Donato Anichiarico extravió su cordura para siempre en uno de sus sueños de noctambulo y Elizabeth de la Encarnación no tuvo más remedio que encargarse completamente de la administración del almacén a  sus dieciséis años de edad. Era diminuta y ágil como una perdiz, pero tenía el alma pura como un cordero huérfano.
Baja esos parapetos allí – le dijo Donato con una lucidez ineludible. Luego  hizo señas a su esposa para que ubicara otro plato en la mesa – desde hoy almorzaras en la casa del italiano. Meses después, una noche de parrandas bajo calor del aguardiente, agradecido por la hospitalidad, Blanco Gallardo  puso el acordeón en las piernas de Anichiarico.
Es suyo – le dijo. El italiano se opuso, pero Blanco ejerció presión sobre el instrumento – insisto.
Sin saber qué hacer con el artefacto, Donato Anichiarico lo colgó en la tienda junto a otros elementos inusuales y por unos cuantos pesos  músicos de todo tipo, proveniente de muchos lugares del mundo, intentaban descubrir su uso manipulándolo rústicamente de miles de formas. Un día de aquellos inclementes bajo el sopor de enero, Francisco Moscote, un anciano de huesos eternos que deambulaba por los pueblos recónditos del Sur de La Guajira ofreciendo hortalizas mágicas que se cultivaban sin agua, encaramado en un dragón sin alas, aguardó en la fila que se prolongaba  quince calles y por semanas enteras esperó su turno. Cuando  tuvo en sus manos el acordeón, una llovizna tenue y helada agobió la temperatura sofocante del medio día en la provincia de Fonseca y de repente una tímida nieve empezó a descender desde lo más alto de la imaginación ante el asombro de todos. Su interpretación contundente y magistral  irrumpió en el aire como una bocanada de felicidad y finalmente, el cielo se derramó de dicha por unos minutos. Donato Anichiarico, escuchó en silencio la melodía desvencijada aleteando en el viento y sintió nostalgia cuando recordó sus años fugaces en Génova.
Ese aparato lo fabricaron para ti – dijo con benevolencia. Francisco Moscote soltó una risita débil y luego se inclinó con reverencia.
Es tuyo de ahora en adelante – puntualizó Anichiarico. Esa misma noche, a lomo de dragón, cuando regresaba a su casa ubicada en la inhóspita geografía de Machobayo, Francisco Moscote se hizo leyenda cuando enfrentó al diablo en un duelo de acordeones y salió vencedor indiscutible de la disputa. Desde entonces en los pueblos del caribe se le conoce como Francisco el Hombre y una estatua esculpida con las mismísimas plumas de varios flamencos dorados, preserva a través del tiempo su increíble hazaña.
El segundo bombardeo de la Cierva Dorada, fulminó el costado derecho de la iglesia Nuestra Señora de los Remedios y destruyó la mitad de las casas nobles en el barrio de los árabes. El clérigo Isidoro San Juan, preparaba el sermón habitual del domingo cuando el estrepitoso y resonante crujido de la desgracia, lo agobió de imprevisto. Una de las paredes de la enorme catedral bizantina se desplomó por completo y apenas tuvo tiempo para evadir a la muerte, lanzándose de cabeza a través de la ventana. Blanco Gallardo y Elizabeth de la Encarnación, lograron una salida menos infructuosa, trepándose en la pared del patio y escabulléndose a través de la casa contigua en medio del polvorín desatado por los múltiples impactos de los cañones y el olor a pólvora reciente que sofocaba la intemperie. El caos era inclemente. Los menos escépticos se amontonaron en la iglesia, buscando protección divina en su angustia y los más rebeldes aprovecharon el apocalipsis inminente para confesar algún pecado oculto, en caso de que la muerte finalmente terminara acordándose de ellos. Cuando se acostumbraban al último halito, la tercera embestida destrozó la ínfima cordura que lograron fabricar algunos veteranos de la guerra de los mil días y desde entonces en Riohacha solo se aguardó lo peor.
La resonancia en los estallidos prolongados por varios minutos incrementó el terror de muchos y perforó la devoción de algunos súbditos del clérigo que abandonaban la idea de creer en lo increíble. El sacerdote Isidoro San Juan interrumpió esa desavenencia y dio unas indicaciones inquebrantables a los hombres más robustos del grupo. Se basó con intrepidez en los lineamientos divinos que  hurgaba férreamente desde sus primeros años en el seminario  romano y en la fe que le sobraba en los bolsillos. Blanco Gallardo comprendió y obedeció anticipadamente con la convicción de un soldado de plomo. Cuando la comitiva de doce hombres levantó con gallardía  la estatua de la Virgen de los Remedios, las mujeres se organizaron y formaron una fila detrás de ellos. El sacerdote auscultó el cielo, esperando una señal de la providencia y segundos después, empezaron a marchar.
La cierva dorada atracó en las piltrafas del muelle legendario y los marinos apátridas e indulgentes, empezaron a saquear a su paso todo aquello que tuviese algo de valor. El tropel de espadas y los sollozos extraviados en el viento, intentó debilitar el ímpetu de los devotos, pero perseveraron en la empresa con firmeza, incluso aunque tuviesen el alma resquebrajándose por dentro y el valor se hubiese escurrido finalmente del honor que llevaban los hombres colgando abajo. Frente a frente con el pelotón de Francis Drake, la muerte desplegó un aroma tibio de alcanfor que sofocó los pulmones y la devastación de la calma fue inclemente. Pero cuando todo empeoraba, la virgen soltó una sonrisa impredecible y lanzó la corona delante de ellos. Una hecatombe de luz explotó instantáneamente y los escombros desperdigados empezaron a reconstruirse con angustia como si tuviesen alma propia. Absortos, observaron el tiempo transcurriendo en reverso, devolviéndose con astucia milimétricamente, ocurriendo lo ocurrido pero sin ocurrir. En segundos, lo destruido se construyó nuevamente, la ciudad iluminada recobró su esplendor y el muelle legendario de la calle primera fabricó su imponencia acostumbrada.
El Galeón la Cierva Dorada arribó a las costas de Riohacha una mañana de octubre, pero la flota de piratas y filibusteros contemplaron con insignificancia aquella geografía inhóspita. Entonces decidieron cambiar el curso de la embarcación, desconociendo que la corona de la virgen ocultaba ante sus ojos, a la ciudad más hermosa que jamás se hubiese visto sobre la faz de la tierra.





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