La hija de la luna


Ella estaba acostumbrada a las noches que suelen ocultarse en los resquicios más impensables del universo, a la luz tenue  de las lámparas antiguas resbalándose en el aire y al tropel de las palmeras empedernidas enfrentándose a la ventisca brusca que proviene de otros mares impredecibles. Por siglos eternos invertía el tiempo en su intención de construir una rutina inquebrantable: Se sentaba en la misma banca pública de aquel espacio bohemio y leía el mismo libro de siempre bajo el asedio de las lámparas de luciérnagas. En lecturas pausadas y la abnegación que un espíritu invierte en su propio destino, absorbía historias fantásticas que nunca han sido contadas en lenguas humanas y delirios de amores tan irreales como ella misma. En  una placita lúgubre donde solían reunirse enamorados clandestinos de otras vidas para amarse con libertad y donde la lluvia fría de octubre agobiaba las flores imaginarias que habían dejado de cultivarse en esa geografía inhóspita del caribe, su alma se empecinaba al duro oficio de vivir como alguien que no pertenece a este mundo. Esa noche, de contextura frágil y a la vez férrea, con su cuerpo ceñido a un traje esplendido y sus ojos profundos como las noches de abril, esperaría nuevamente en la misma banca con angustia a quien nunca había llegado. Permanecía horas sin inmutarse, esclava del tiempo y de las palabras nunca dichas,  a la espera de un amor inmaculado que se abrazara  a su regazo todas las noches y besara su frente. Testigo furtivo de amores contrariados que coincidían entre la penumbra de los matorrales y el forcejeo de la duda contra la cordura, en alguna ocasión sintió un fulminante golpe de luz proveniente de unos ojos tristes que desde lejos la contemplaban en silencio. En el extremo contrario de la placita lúgubre, un hombre irreal intentaba descifrarla tramo a tramo dentro de esa espectral figura que jamás había visto en su vida. Después de abordar miles de tentativas por mucho tiempo, se acercó con sigilo hacia ella, extendió su mano y la invitó a bailar. Ella sonrió.¿Cómo se baila sin música? – le dijo
Nos la inventamos – dijo él. Ambos rieron.
Bailaron por horas al ritmo de la melodía que juntos habían fabricado. Mirándose sin mirarse y tocándose sin tocarse hasta que el sol tibio de la mañana se empecinó en destruir el idilio. Todas las noches en el trasegar de los años siguientes coincidieron, sin proponérselo siquiera, en el mismo sitio a la misma hora exacta, como si estuviera descrito en las páginas de un libro. De esa manera fueron sucumbiendo a la probabilidad de amarse sin amarse y de extrañarse sin hacerlo. Ella con su espíritu virgen, aferrándose a la nostalgia de un pasado que había dejado de pertenecerle y el viviendo a plenitud en ese espacio minúsculo de tiempo donde el destino algunas veces nos permite ser felices y los aspectos que parecen distantes realmente son los más cercanos. Esa noche mientras un vallenato olvidado de Calixto Ochoa se impregnaba en los huesos del destino y la luna se desmoronaba en pedacitos sobre la catedral Nuestra Señora de los Remedios, ella lo abrazó y le murmuró algo a su oído. 
Soy hija de la luna – le dijo y se aferró a su cuello.
El comprendió.
Por miles de años te he visto descender – le dijo – he visto  como apareces a las seis de la tarde y desapareces cuando despunta el alba. Contemplo como te hundes en la misma lectura del mismo libro cada noche. Desde mi mundo observo tu mundo – prosiguió
Ella lo escucha mientras una fuerza inconcebible los hace flotar lentamente sobre el embaldosado fascinante incrustado en el piso rustico de la placita.
Abrázame más fuerte – le dijo ella – no me dejes ir esta vez
Las horas se congelaron y tuvieron tiempo para amarse por primera vez. Mientras la felicidad se agolpaba sobre cuerpos y la providencia reposaba plácidamente en su santuario iluminado, el delirio que nos hace más predecibles adquirió conciencia en la esencia de las cosas. La locura de un amor  frenético sin cabida en la imaginación, pudo violentar cualquier acto piadoso de la humanidad que atraviesa su propio declive. Sin embargo, ese sutil sentimiento que nos embriaga y nos hace huir al mismo tiempo, puede costarle a alguien su inmortalidad. Despojada de cualquier condescendencia divina, ella se acostumbró a las frivolidades humanas más explicitas hasta que el caos del universo soltó su mano y finalmente hizo parte de la catástrofe de los mortales.
Dime tu nombre – le dijo él.
Amor – dijo ella
Dime el tuyo – dijo ella
Destino – dijo él.











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