Luciérnagas azules en Camarones
Durante 45 años María
Concepción Brito convivió con su esposo Adaulfo Robles en la misma casa sin hablarle. En las noches,
cada uno en su extremo de la cama contemplaba en silencio la inmortalidad de
los años envenenados de vitalidad inamovible y la insignificancia de los mismos aspectos
cotidianos que antes habían sido importantes para los dos. Obstinada en su razón,
María Concepción empleó los métodos más formidables para eludirse el uno al
otro en la misma rutina. Evitó coincidir en la mesa a la hora de las comidas e
instaló horarios contundentes para administrar hasta la más mínima frivolidad
que de manera imprevista se le pudiese ocurrir. Vivían en Camarones, un pueblo
de playas doradas y acantilados majestuosos donde la gente podía morirse de
felicidad y en las noches voces de náufragos perdidos en otros mares arribaban a la costa buscando reposo para su delirio. Se casaron en la
iglesia principal un veinticinco de diciembre cuando María Concepción cumplió
dieciocho años. Predestinada a la benevolencia de la providencia, la noche de
su nacimiento, al igual que sucedió en el día de su matrimonio, centenares de luciérnagas azules agobiaron de resplandor la enorme casona
frente al mar. Se agolpaban en las ventanas sin abrir y en los pasillos menos
frecuentados, sobre el tejado inmolado por la crueldad de la intemperie y el
extenso patio donde la brisa del mar se quedaba a vivir en diciembre. El
esplendor de las luciérnagas azules hundió al recóndito pueblo de geografía inescrutable
en la emancipación misma de cualquier tipo de superstición que pudiese atribuirse
a su aparición. Fue cuando decenas de
flamencos blancos que habían desaparecido por causas desconocidas en época de
guerra, regresaron a las playas doradas cubiertos con un suntuoso plumaje rosado
y patas renovadas y los más veteranos pensaron que Dios nuevamente se había acordado
de ellos. María Concepción era una
mestiza de ojos azules prominentes y había
heredado de su padre una voluntad indoblegable
como el metal. En cambio Adaulfo poseía un espíritu afable y la tenacidad de un
hombre que se acostumbrado a vivir toda su vida dentro de sí mismo. Atraído por la leyenda de
los flamencos con plumaje de oro apareció en Camarones un abril incesante con
la súbita idea de hacerse millonario. Luego de múltiples expediciones fallidas
en islas saqueadas por piratas y bucaneros europeos y parajes inhabitables en toda la península
Guajira, decidió abandonar su empresa y se dedicó a resolver enigmas
matemáticos y otros acertijos algebraicos en la única escuela del pueblo. Nadie supo ni cómo ni cuándo se conocieron los
dos. Pero una semana antes del día de la Virgen del Carmen, después de 3 años
de amores clandestinos, Adaulfo se armó de valor en lo que llevan colgando los
hombres abajo y se presentó en la casa
de María Concepción para pedir su mano una tarde de mayo. Cuando se apareció en la casa, vestido
con pantalón y camisa de olán y sombrero de panamá, encontró al padre de María Concepción
limpiando con minuciosidad las dos carabinas Winchester y el revolver Cold que
había usado en la guerra de los mil días. Estaba en camisilla, empapado de
sudor en su pequeña oficina improvisada que funcionaba la noche de los viernes y los
sábados como salón de juego en las
eternas partidas de dominó. Llevaba unas puestas botas de cuero recién
lustradas y una cadena de oro con la imagen de la virgen del Carmen. Era un
negro monumental de dos metros y veinte centímetros, de ojos verdes e incondicional
partidario de la campaña política de Luis Antonio 'El Negro' Robles. Después de
la Guerra de los mil días se exilió en el lugar más impensable del caribe y construyó una enorme casa de doce habitaciones,
cinco salas, diez baños y tres comedores frente al mar.
Contrajo matrimonio con Clementina Pushaina, una majayura esplendida
que conoció en Uribía cuando militaba para el gobierno liberal y con quien
finalmente tuvo 3 hijas. De ahí en adelante, dedicaría el resto de su vida a
tratar de exorcizar los mismos fantasmas que lo habían perseguido desde niño y
los otros fantasmas que había obtenido en la guerra.
Te diré esto una sola
vez- le dijo antes que Adaulfo tuviera tiempo de reaccionar – si mi hija sufre
por tu culpa te parto en dos con mis propias manos. Pero si mi hija es feliz, ni el mismo San Pedro
podrá impedirte la entrada al cielo, te lo juro.
Después un silencio
inquebrantable instaló su dominio entre ambos. Adaulfo no supo si reír o quedarse o salir corriendo. Pero desde ese
día procuró por su propio bienestar que a su futura esposa le faltase todo
menos felicidad. Los primeros años el derroche de amartelamiento despertaba en los lugares más impensables de
la casa. En la cocina sobre el mesón de granito rustico, detrás de la puerta,
en los rincones olvidados por la costumbre, encima del tejado y trepados en los
mangos milenarios del patio. Sin embargo todo cambió cuando Adaulfo conoció a
una sirena persa que tenía la facultad de convertirse en mujer todas las
noches. De apetito voraz para los
resquicios del amor y hábil para enloquecer la cordura de los más escépticos llegó al pueblo un noviembre como la
atracción principal de un circo Europeo e inmediatamente embriagó de deseo el corazón de Adaulfo. Tomaba una cerveza de
cebada en el bar del viudo Ruppert Saucedo cuando el jolgorio de las carrozas,
bailarines de piernas largas, carretas de animales fantásticos y el bullicio
insostenible quebraron el silencio en el marasmo de las 2:30. Al final del
desfile, a través de los vidrios polvorientos, como una revelación de la
providencia, vio una capsula de vidrio polar
repleta de agua y dentro de ella apreció con fulgor en el alma a la
sirena más hermosa que había visto en su vida. Para entonces, Adaulfo y María Concepción habían cumplido cinco años de matrimonio y
tenían dos hijos. Desde entonces, buscando
acercarse a la exquisita mujer de manos suaves y fragor dormido, asistió al circo y repitió las mismas
funciones en el mismo horario por varias semanas. En ese trasegar de noctambulo,
se aprendió de memoria el canto triste del Minotauro anciano que tocaba el
acordeón y bailaba al mismo tiempo.
Contempló con nostalgia la decrepitud de las gárgolas añorando sus años más
jóvenes y al grupo de hermafroditas vigorosas danzando a ritmo del cancán. Preocupada por el nuevo
hábito de su marido, una noche, María Concepción no se durmió temprano como
acostumbraba y lo esperó sentada en la
cama con la luz apagada. Eran las 11: 00 p.m. y adaulfo entró a tientas
a la habitación con los zapatos en las manos.
Que no sea lo que me
estoy imaginando – le dijo sin inmutarse – Si me llego a enterar de algo que no
quiero enterarme, te juró por mis hijos que dejo de hablarte. Un frio metálico
recorrió el cuerpo de Adaulfo y como un relámpago de conciencia prolongó un
breve espanto en su corazón. No dijo nada. Se desvistió en silencio. Luego se
metió en la cama y se arropó de pies a cabeza.
A veces pareciera que
me hubiese casado con tu padre – le dijo de espaldas y luego cerró los ojos.
Insatisfecha por el
derroche de idilio que antes sobraba bajo las sabanas, cinco noches después, María
Concepción siguió a adaulfo después que terminó la última función del circo.
Con el corazón en la garganta, lo vio desaparecer entre la muchedumbre de
personas que regresaban a sus casas y los niños huérfanos que lanzaban
desperdicios a los animales enjaulados. Lo vio escabullirse entre los leones
ciegos de la india, los tigres de bengala y los rinocerontes enfermos de vejez.
Finalmente, muy a lo lejos, detrás de los animales, en los últimos rescoldos polvorientos
del circo, lo vio entrar en una pequeña carpa que tenía la luz encendida.
Esperó con angustias varios minutos y luego irrumpió sigilosamente. Asomó la
cabeza bajo el telón pesado y contempló con dolor por varios segundos sin
derramar una sola lágrima. Adaulfo y la sirena que se convertía en mujer
retozaban plácidamente sobre una alfombra mágica que flotaba en el aire mientras escuchaban un disco
olvidado de Calixto Ochoa. María Concepción no dijo ni una palabra. Cuando
Adaulfo la advirtió en el umbral de la carpa sintió un terror en los huesos que no había
experimentado desde el día que su suegro le dijo que lo partiría en dos si por
algún motivo su hija llegaba a ser infeliz con él.
No quería enterarme
de lo que ya me imaginaba – le dijo, con un profundo dolor en el alma – te lo dije.
Desde ese mismo día María Concepción cumplió su palabra.
Adaulfo buscó por
todos los métodos la manera de cubrir su falta. Dejó de asistir al circo y de
jugar dominó todos los viernes hasta la madrugada, de frecuentar los amores
clandestinos de la sirena que se convertía en mujer y las venezolanas exquisitas
de vientre cálido que se alquilaban para amar en el puerto. Envió girasoles, rosas, tulipanes, lirios,
claveles y flores de todo tipo a la
casa, pero ella nunca las recibió. Semanas después, antes de partir, la sirena
que se convertía en mujer le pidió a Adaulfo que se fueran juntos con la
comitiva del circo, pero Él se rehusó a abandonar a su esposa. Se supo después,
que la sirena no volvió a convertirse en mujer y confinada a la tristeza
milenaria de las almas en pena, su corazón y su cuerpo se volvieron de piedra.
Algunos dicen que reposa en algún lugar de Valledupar y quienes han tenido la fortuna de verla, recuerdan con
nostalgia los amores contrariados que tuvo en Camarones y la dificultad que
tienen los seres fantásticos para ser felices en un mundo sin imaginación.
Desesperado, una
noche Adaulfo apareció en la terraza de la casa con Francisco el Hombre, el
juglar Leandro Díaz y con un músico
legendario que tocaba el acordeón con los pies. Sin embargo, ella nunca salió. Después
de muchas tentativas fallidas y de treinta y seis meses, doce días y cuatro horas
buscando un efímero acercamiento hacia ella, finalmente se dio por vencido. Sin
posibilidades, se acostumbró al desprecio silencioso de la única mujer que
había amado en toda su vida y trato de seguirla amando en sus sueños, el único
lugar existente donde podía poseerla sin restricciones como en los primeros
años de pasión empedernida. A pesar de su férrea determinación, María Concepción nunca desatendió sus deberes
como esposa. Sin demostrar emoción alguna, se preocupaba por la ropa sin
planchar de su marido, por las costuras de sus pantalones enmendados y por su
comida servida en la mesa todos los días a la misma hora. Fue tanto el empeño
en la empresa, que ni siquiera los hijos advirtieron algún cambio en el
comportamiento de sus padres mientras crecían vertiginosamente entre juegos de
boliches, trompo y cometas que se elevaban hasta la luna. En cada cumpleaños,
Adaulfo acostumbró comprar un vestido de flores
y lo dejaba en la cama con una caja de alegrías y caballitos de azúcar que
el mismo preparaba. Pero, María Concepción nunca dio su brazo a torcer y cada
tentativa de adaulfo por demostrar arrepentimiento, terminaba inundando de desdicha su corazón. Después de muchos años,
la nostalgia y la amargura hicieron de las suyas y adaulfo se volvió un ser
solitario que deambulaba por toda la casa buscando un oficio para ocuparse mientras que María Concepción se resquebrajaba
de tristeza por dentro. Un día empecinado en recuperar el amor de su esposa y finalmente
redimir la culpa que lo agobiaba en las noches, nuevamente se armó de valor en
lo que llevan colgando los hombres abajo y se puso frente a ella, cerrando su
paso hacia la cocina.
Voy a devolver el
tiempo – le dijo
Ella no lo miró, lo
esquivó y siguió su camino. Esa noche nuevamente aparecieron las luciérnagas
azules afuera de la casa. Convencido en las limitaciones del universo y en el
buen presagio de las luciérnagas azules, Adaulfo escudriñó los libros sagrados
de Nostradamus tratando de descubrir algún enigma que le pudiese ayudar en la
construcción de la máquina del tiempo. Fue tanto el empeño y su genial
inventiva que meses después observó terminado un rustico prototipo que serviría
para realizar algunas pruebas de traslados cortos y mediciones espaciales a mínima
escala. Sin embargo, la jerarquía en las funciones numéricas y la dualidad en
las teorías matemáticas no lograban encajar por completo en sus cálculos del
tiempo y después de meses sin avance alguno quiso desfallecer por ser tan
inhóspito el terreno de la innovación. Cuando la idea de resignarse maduraba en
su cabeza, un relámpago de luz le atravesó las coyunturas y la revelación
apareció por primera vez en el cuartito recóndito de la casa donde había construido
su oficina. Organizó nuevamente sus ideas y ajustó algunos cálculos en el
prototipo de la máquina. Horas más tarde la maquina funcionó. Con la oreja
pegada a la puerta, María concepción escuchaba el tropel agitado por su esposo mientras
movía aparatos inconcebibles y objetos extraños dentro del pequeño cuartito.
Justo cuando empezaba a acostumbrarse, una luz hinchó la habitación y golpes de
luminosidad salían a chorros por las grietas de la madera antigua y el umbral
de los marcos. Espantada quiso huir pero la explosión de energía terminó derrumbando
la puerta y ella salió disparada por el aire. Segundos
después, Adaulfo apareció en el pasado justo cuando estaba sentado en el bar
del viudo Ruppert tomándose una cerveza de cebada. De repente un jolgorio de
carrozas coloridas, bailarines de piernas largas, acróbatas que expulsaban
fuego con la boca, carretas de animales
fantásticos y el bullicio insostenible quebraron el silencio en el marasmo de
las 2:30. Al final del desfile, a través de los vidrios polvorientos, como una
revelación de la providencia, vio una capsula de vidrio polar repleta de agua y dentro de ella apreció con
fulgor en el alma a la sirena más hermosa que había visto en su vida. Se puso
de pie y siguió con la mirada el rastro de las carrozas en medio del polvorín. Esa
noche, aparecieron luciérnagas azules en todo el pueblo.
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