Rosario del Carmen en mis sueños



El ímpetu de la ventisca helada de los primeros días de octubre logró escabullirse a través de la ventana sin cerrojo y rebotó formidable en la habitación por varios segundos como una pelota elástica. Se colgó sobre los cuadros ancestrales de otras generaciones, en las lámparas de luciérnagas instaladas en cada rincón del dormitorio y sobre las cortinas de seda que reposaban sin amarres en las noches de agosto. En la enorme cama bizantina de sabanas  sirias, el sigilo del toldillo mosquitero perdió sus estribos cuando la escurridiza y fulminante brisa lo tropezó de repente en su travesía premeditada y algunos objetos dispuestos en la mesita de noche salieron disparados en el aire como si tuviesen alma propia. Rosario del Carmen  se consagraba con júbilo a su penúltimo sueño cuando el tropel de los frasquitos de vidrio y las bailarinas de porcelana desbaratándose irremediablemente en el piso, hicieron que despertara sobresaltada despotricando en un lenguaje incomprensible.

¡Virgen del Carmen! – balbuceó con angustia mientras se persignaba y trataba toscamente de adaptarse a la realidad, en medio del sueño frágil que no había podido conciliar en toda la noche. En ese momento una sensación afable de nostalgia traspasó las vértebras más ínfimas de su memoria y segundos después recordó a su padre mucho más joven, vestido con un traje impecable y el cabello almidonado con linaza cocida, atravesando el corredor de helechos colgantes de la casona imperial, sosteniendo varios globos de helio suspendidos en el aire y un ramo de tulipanes griegos recién cortados. Se vio a ella misma diminuta y frágil,  sentada en la mecedora eterna del patio, vestida con su trajecito de satín blanco con bolitas rojas hasta las rodillas, un cinturón ancho de lino sujeto con dos protectores en la parte de atrás y una vincha delgada con un lazo de berola en la parte superior. A través de aquel relámpago de conciencia, contempló con un nudo en la garganta el mismo tramo de tiempo congelado en su memoria por tantos años inconcebibles  y pensó por primera vez en lo frágil que pueden llegar a ser los recuerdos desde el preciso momento que dejan de recordarse. Cuando recobró la certidumbre de las cosas, preparó una taza de canela y aguardó en la cama varios minutos hasta que se deshizo de ella misma mientras hurgaba con benevolencia en los resquicios del tiempo. Frente a ella, los escombros de las porcelanas rotas y los frasquitos de los eternos medicamentos que le suministraban desde niña, empezaron a flotar ingrávidos tratando desesperadamente de rearmarse en el aire y los objetos de peso impreciso, como las sillas de la nobleza, los candelabros europeos y el espejo incrustado en el mueblecito rustico de madera antigua donde se sentaba por horas a peinarse,  parecían plumas desorientadas tropezándose unas con otras en la intemperie de  la habitación. Rosario del Carmen había nacido una mañana de octubre en San Juan del Cesar, un pueblo sin geografía  exacta y de coordenadas irreales, donde los utensilios de uso frecuente en las actividades del hogar flotaban en el aire sin permiso de los dueños y la belleza de las mujeres era demasiado insoportable para los incautos de buena fe que solían tropezárselo sin motivo aparente por coincidencia del destino o por el capricho recóndito de los caminos fantásticos del sur de la Guajira. Desde muy pequeña los amores insistentes de pretendientes empedernidos persiguieron su belleza incansablemente y aprovechaban cualquier mínima distracción de sus padres para asomarse en la puerta entre abierta de la casona, con algún poema divino escrito en latín, decenas de obsequios invaluables de la tierra de nunca jamás o flores vírgenes de todo tipo que se cultivaban en los santuarios del olimpo. En la medida que fue creciendo el asunto empeoró. Debido al fulminante esplendor de su belleza, todas las mañanas millones de cartas de amor atiborraban las hendijas de las ventanas, el tejado vencido por los años y las grietas de luz que traspasaban las puertas de madera, impidiendo de esta manera, que alguien pudiese entrar o salir de la casa. Cansado de la cantaleta de su esposa todos los días, del olor a imprenta fresca que sofocaba desde la buena mañana y de la belleza infernal de su hija agobiando la razón de los hombres, el padre de Rosario del Carmen se armó con una escopeta y permaneció día y noche sentado a un lado de la puerta de la calle ahuyentando a cualquier hombre sospechoso de amor que apareciera en la casa sin previo aviso. Sin embargo, después de algunos meses, la dura vigilia en sus ojos y un profundo cansancio en los huesos hicieron que abandonara su empresa por tiempo indefinido mientras recuperaba el vigor perdido y la salud extraviada de su cuerpo. Tregua imprevista que aprovecharon algunos pretendientes que aguardaron ocultos detrás de los árboles de mango durante los meses que se prolongó la custodia, para aparecerse todas las noches en la terraza de la casa con serenatas majestuosas de todo tipo y actos de malabares fantásticos que habían aprendido de los mexicanos épicos que trasegaban sin sosiego por el caribe. Por su parte, Rosario del Carmen florecía enajenada de sí misma y de todo el caos que le producía al mundo su belleza inclemente. Su piel de sueño afable y sus ojos voraces desarrollaron un encanto indescriptible que enloquecía la cordura de los jovencitos más adultos que desde los tejados cercanos espiaban su rutina valiéndose de aparatos increíbles que acercaban audazmente los objetos que estaban a metros de distancia. En vísperas de cumplir los quince años, su padre decidió poner fin al martirio que lo atormentaba por culpa de Rosario del Carmen y finalmente construyó una casa flotante para resguardar a su hija de los turbios destellos del amor. De esta manera, podría mantenerla alejada de cualquier hombre que quisiera pretenderla y así lograría fulminar de una vez por todas, a las hormigas trepidantes que se instalaban en sus ojos todas las noches y le impedían dormir plácidamente como en otros tiempos. Aunque su esposa se opuso al principio a la descabellada idea, días después terminó cediendo a sus impulsos de bienestar materno y el quince de octubre de aquel año, Rosario del Carmen se despedía desde la ventana mientras la casa que habían construido para ella se elevaba lentamente ante la vista de todos los más escépticos y cobraba distancia en el aire hasta desaparecerse en las nubes remotas. De inmediato las cartas de amor disminuyeron considerablemente y los pretendientes resignados al desamor fueron dispersándose con el transcurrir de los días. Las visitas a Rosario del Carmen en su casita en el aire fueron tormentosas e inverosímiles desde entonces. Incluso para sus padres esta tarea se convirtió en una constante prueba fe y terminaron resignándose a la distancia como único medio para descifrar el increíble misterio de la verdadera felicidad. Fue entonces cuando el ingenio se hizo cargo de lo imposible y el pueblo se inundó de inventos de todo tipo fabricados por las mentes de los enamorados  más brillantes del caribe: Cometas gigantes que acariciaban las nubes, alfombras voladoras que funcionaban sin combustible, alas de ángeles que impulsaban el vuelo, pájaros mecánicos y otros artefactos similares que expulsaban a las personas a grandes kilómetros de distancia.  Pero aun así nadie lograba consolidar el objetivo de tanto tropel innovador que se había concentrado en las calles del pueblo.
Esa mañana, después de treinta y tres años, Rosario del Carmen se incorporó de la cama cuando advirtió la causa del alboroto que se había formado en su habitación. Cubierta de una lucidez férrea, recogía las migajas de los frascos y las porcelanas rotas desperdigadas en el piso de alfombras italianas, cuando de repente un ruido de bisagras tratando de desprenderse de la madera concentró toda su atención. Caminó a tientas como un ladrón en la penumbra y se asomó lentamente a través de una mínima hendija de la ventana que estaba cerca a la puerta. La revelación agobió su tranquilidad: Un hombre gallardo, sostenido apenas de la cerradura exterior y de una de las paredes lisas de la terraza, intentaba no caerse al precipicio valiéndose de esfuerzos rústicos de equilibrio. Llevaba un ramo de flores coloridas atada a su cintura con una banda elástica y en sus labios apretaba un sobre con el nombre de Rosario del Carmen escrito en letra cursiva. Cuando la advirtió detrás del vidrio trató de sonreír con los dientes apretados, pero un descuido premeditado de su mandíbula hizo que la carta fuese golpeada por una ráfaga de viento. La carta cobró vuelo inmediatamente y desapareció en medio de las nubes en forma de una libélula escurridiza. Rosario del Carmen entonces tuvo tiempo para observar aquel espacio imaginario que solo podría contemplarse desde una casa construida en el aire y el desaforado cielo azul desplomándose lentamente, ante la magnitud de un tibio sol que  se erguía detrás del Cabo de la Vela.

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