Felicidad de papel
A las cinco de la mañana, Mariana se disponía a rezar el
rosario bendecido por el mismísimo papa en su última visita a Riohacha, cuando de
repente escuchó un alboroto infernal proveniente del patio, producto de la
batalla campal entre los perros y gatos sin dueño que deambulaban en el
vecindario hurgando entre la basura. Cerró los ojos, contuvo la respiración y trató
de encontrar nuevamente el hilo de la concentración interrumpida, pero el
tropel y los arañazos de la disputa entre los animales intentando derrumbar la
puerta le calentaron la sangre.
Malditos perros – dijo – porque no joden en otras casas!
Encolerizada se dirigió a la cocina y buscó a tientas la
escoba en medio de la penumbra del alba. Atravesó el corredor sin encender el
bombillo, mientras se apoyaba en la pared para no tropezarse con algunos de los
objetos que solían cambiarse de lugar todas las noches por si solos. Cuidadosamente
desajustó la cerradura con precisión, desplegó la puerta arbitrariamente y con
rapidez lanzó un escobazo letal aplicando todas sus fuerzas en el impulso. Como
si estuvieran advertidos, los animales brincaron y eludieron con astucia la
energúmena fricción del cólera y la intención del golpe se desvaneció en el
aire. La misma rebeldía del impacto al vacío, hizo que perdiera el equilibrio
del cuerpo, resbaló con una baldosa lisa y después de un segundo, terminó derrumbándose de bruces contra el suelo en una
caída aparatosa. Se golpeó la cabeza súbitamente con una maceta de toronjil y permaneció
tirada en el piso varias horas, extraviada en la cordura del olvido hasta que
sintió un rayo tibio de sol calentando su rostro. De inmediato, se incorporó angustiada
con un profundo dolor en la cabeza y una vertiente de sangre gelatinosa enjuagándole
el cabello y la espalda. No recordaba nada. El peso de la incertidumbre sobrevino en su
memoria como una lluvia tormentosa de abril y la sensación de conciencia nunca
había sido tan frágil en su inquebrantable
rutina como ese día. Se deslizó hasta la cocina con lentitud, casi a rastras, calculando
cada paso que lograba fabricar. Sin fuerzas en las piernas, nuevamente se desplomó
en el piso como un moribundo y un chorro fulminante de sangre salpicó la pared.
En el letargo de su caída, tuvo tiempo para definir algunos aspectos de su vida
que merecían toda su atención: la gotera infinita en la cocina, los libros que
debía devolver a la biblioteca pública, la cacería de ratones inconclusa y los
medicamentos para refrescar la memoria que le había indicado el médico. Incluso
le sobró tiempo para pensar en la remota travesía que conduce a la felicidad de
los seres humanos, si es que realmente existía y si de verdad alguien la había
encontrado. Era una venezolana de vientre tibio y voracidad inclemente en los
resquicios del amor. Tenía los labios dulces como el almíbar, ojos negros
desorbitados y el rostro hábilmente perfecto producto de la labor indiscutible
de la mismísima providencia. A sus 45 años había contraído matrimonio en ocho
oportunidades y cuando logró separarse de su último esposo, decidió que viviría
su soltería a plenitud hasta que se tropezara con la muerte algún día o la
muerte tropezara con ella y arrebatara el último halito de pasión que todavía
quedara dentro de ella. Se empeñó en dedicar gran parte de sus años al
inquebrantable deseo de vivir una vida tan ordinaria como el mismo proceso complejo
de respirar que se gesta en los pulmones y la justificación científica que se
le otorga desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, advirtió que la felicidad
que tanto buscaba en el exterior no es una costumbre que se adquiere con los
años sino una de las facultades del alma y un caprichoso deseo del cuerpo. Cuando
comprendió sus propias razones, se fue a vivir a Riohacha en una pequeña casa
frente al mar y solía entregar su amor con libertad a los marinos perdidos que
arribaban al puerto, a los árabes bondadosos de la calle de los plateros, a los
esposos ajenos e incomprendidos que la preferían por su voracidad en la cama y
a todo hombre de cualquier raza, tamaño o edad que abriera su apetito. Horrorizada
por la súbita idea de pasar sus últimos años sin compañía alguna y el terror de
una ancianidad inminente respirándo cerca al oído, en medio aquel trasegar de
amores clandestinos, una noche conoció en el bar del viudo Rupert a quien sería
su noveno amante. Era un mestizo monumental de respiración intrépida y manos
grandes. Tenía los brazos duros como el acero y el corazón huérfano de cordero
recién nacido. Lo vio desde lejos, mientras bailaba apretujada con otro hombre
un vallenato olvidado de Diomedes Díaz en la rustica pista de baile improvisada
en medio del salón. Estaba sentado frente a una mesita de dominó con una
partida inconclusa y una cerveza de cebada. Cuando tropezó con su mirada en el
mismo ángulo visual, soltó una risita nerviosa y le hizo señas con los ojos. El
comprendió y se apresuró tomando el último sorbo de cerveza. Minutos después, detrás
del cuartito de cinc, donde los borrachos orinaban sin puntería, retozaron de
pie varios minutos con el terror latente de ser sorprendidos. Sin tiempo para
desvestirse completamente, hurgaron sus cuerpos con premura, buscando en la
geografía del alma aquel espacio de felicidad donde las mujeres y los hombres se
derriten de dicha y donde el deseo agobiante encuentra plena libertad en la
oscuridad. Sin acordarlo previamente, días después se fueron a vivir juntos. Al
principio la felicidad hinchaba cualquier espacio recóndito de aquellas almas
destinadas a encontrarse en algún tramo del destino y la plenitud instaló su
dominio mientras la costumbre estaba de vacaciones en el caribe. Sin embargo,
al paso de los meses los besos sufrieron el desgaste de la rutina y el amor
invencible que lo podía todo, sufrió una fatal transformación en el engranaje
de su esencia y no volvió a ser el mismo de antes. Atrapado entre la felicidad de papel de su esposa y
el horror de la monotonía pulverizándole los huesos, decidió reinventarse como
amante y de buena voluntad, empezó a desempolvar las artimañas de conquista que
hace tiempo había dejado de utilizar. Escribía poemas divinos que luego le
recitaba en murmullos dóciles mientras conciliaban el sueño, enviaba tulipanes
griegos a la casa todos los días simulando un inocente juego de extraños que
han sido conocidos toda una vida. Cuando sintió que la perfección del amor se
le escurría de las manos como una animalito de aceite, la conciencia terminó
jugándole una mala pasada y la fortuna de abrazarla como en otros tiempos, se
convirtió en el desconsuelo más grande que podría instalarse en su paladar.
Ella por su parte intentó amarlo incansablemente aun cuando
la pasión empezó a disminuirle y su cuerpo apesadumbrado se volvió a sofocar
por la intensa costumbre que experimentan las mujeres que son dueñas de un solo
hombre y que vuelven a tener el control de sí mismas. De modo que un día de
aquellos, agobiada por sus propios fantasmas, no pudo soportar ese inmenso
compromiso de seguir perteneciéndole a alguien cuya distancia se había
consolidado en una brecha irrefutable y a quien su mismo cuerpo ardiente dejaba
de pretender en sigilo. Esa mañana despertó más temprano de lo habitual, ordenó
en silencio algunas cosas en una maleta y desapareció de la habitación ante el
rostro impávido de su esposo quien la siguió con la mirada sin decir una
palabra. Durante semanas enteras el inclemente olor a vainilla de su cuerpo sofocó
la casa e impregnó salvajemente a cada utensilio que hubiese tenido contacto
con ella. Después de treinta días conciliando el sueño en tramos cortos y con
el apetito descompensado e impreciso, finalmente se acostumbró a la idea de que
ella nunca volvería a la casa. Impulsado por el desamor latente en su cabeza,
una noche recogió todas sus cosas y se marchó con el rumbo confuso. Con
exactitud dos meses transcurrieron desde entonces cuando el destino logró
convencerlos nuevamente de coincidir en el mismo lugar y a la misma hora. Fue
en la placita del parque almirante Padilla en un noviembre desventurado, en
medio de la algarabía de una multitud enardecida que se asombraba con las
peripecias y malabares de la comitiva de romanos fantásticos que habían llegado
a Riohacha por error en los cálculos de la máquina de traslación que
frecuentaban usar para resolver su próximo destino. Mientras caminaba de la
mano con otro hombre, pudo identificar en la distancia a quien había sido su marido por poco tiempo y lo auscultó con nostalgia
por varios segundos. Él logró reconocerla inmediatamente entre la muchedumbre
de personas que caminaban hacia todos lados y los niños que corrían detrás de las cometas que funcionaban a control remoto. En ese instante, recordó sus
caderas esplendidas atrapadas en ese traje blanco de cremallera eterna en la
parte posterior que le apretaba los muslos y ese cabello rebelde que se
escurría de las manos en cada intento de atraparlo y someterlo a la voluntad
humana. Tropezaron sin proponérselo siquiera y por un breve instante estuvieron
otra vez frente a frente, ubicados en las mismas coordenadas del destino. Ambos
sonrieron con la complicidad de dos amantes silenciosos y finalmente terminaron
extraviándose entre la multitud de personas que observaban con asombro el acto
de magia de los duendes que votaban fuego por la boca y el unicornio ciego que
cantaba en la lengua de los ángeles.
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