El sueño del palabrero (Putchipuü)




Agobiado por el sueño repetitivo de los alcaravanes blancos y la fragilidad de un reposo que no lograba cuajarse completamente dentro de sus ojos, aquella mañana de octubre Francisco Epieyu se incorporó súbitamente cuando escuchó el canturreo distante de los flamencos dorados retozando de amor  en los charcos de salitre. Era un wayuu milenario de mandíbula dura y manos tibias, diminuto y compacto,  cuyo oficio de palabrero había heredado por un extraño cruce de coincidencias hereditarias en algún tramo ancestral del destino y no por voluntad propia, y en el cual terminó desempeñándose con ávida pasión desde que había abandonado la vergonzosa costumbre de orinarse la cama cuando cumplió los dieciocho años. Vivía en una minúscula casa de barro sin ventanas y sin jardín,  incrustada en un paraje inexacto e inhóspito de Uribía, en medio del sofocante calor de una geografía olvidada por Dios y la algarabía silenciosa del mar desbocándose de felicidad contra los castillos de sal que se fabricaban por orden divina en la orilla de la playa. Tenía la piel lapidada por la inclemencia del sol y el rostro agrietado por la nostalgia infernal que aún le producía, su rotunda decisión de  haberse empeñado desde muy joven en vivir una  vida completamente ordinaria, sin alguna circunstancia excepcional que pudiese recordar con exactitud antes de consumirse su último halito de vida. Intentaba conciliar el sueño por enésima vez, cuando un fulgor helado se introdujo en la habitación y destruyó  la disciplina de los objetos que estaban organizados con perfección geométrica dentro del dormitorio. El sombrero wayuu con las veintitrés castas bordadas en figuras incomprensibles salió disparado por el aire junto a las gafas oscuras y el collar de la inmortalidad que mantenía su memoria longeva a pesar de los siglos. Acostumbrado a la fatalidad del tiempo y al incesante resplandor de los acertijos que carecen de  significado, brindó al asunto la misma importancia que atribuía a las situaciones más complejas de su  rutina. Se lavó los dientes con ceniza de fuego virgen y luego se enjuagó la boca con agua de sábila cocida. Hizo  gárgaras con los ojos cerrados, mientras planificaba varias de sus próximas visitas en la mente como si las estuviese describiendo en una hoja en blanco. Después desayunó en sigilo. Reposaba la digestión sentado en el chinchorro con las waireñas puestas, cuando un alcaraván blanco se apareció en la puerta y desde afuera lo contempló por varios segundos sin inmutarse. Era inmenso como un pavo bien alimentado y tenía los ojos lánguidos como un muerto reciente. Se ubicó a un lado de la mesita  y congeló su mirada sobre los ojos tristes de Francisco. Al cabo de varios minutos, en silencio, otros alcaravanes blancos fueron sumándose al tropel. Uno detrás de otro, formados con régimen militar, se aglomeraron y atiborraron el exterior de la casa, el establo de cabras famélicas y el pozo de medusas desconsoladas. Francisco no fue realmente consiente del imprevisto hasta que se tropezó con uno de ellos y resbaló de forma inevitable, cayendo repentinamente sobre varios alcaravanes que habían ingresado a la sala sin permiso. Los animales espantados trataron de cobrar vuelo, pero los movimientos de sus alas ciegas fueron imprecisos después de la tortuosa sacudida. Con la conciencia endeble, desde el piso de arena, observó la esencia de los objetos suspendidos en el aire y la intermitencia  de su cordura apareciendo y desapareciendo en sutiles ráfagas de luz cuando cerraba los ojos una y otra vez. Como pudo logró incorporarse, sujetándose al chinchorro con la poca vehemencia que aún podían fabricar sus brazos y retiró del aire el sombrero que flotaba y rebotaba por toda la habitación. Enrolló una sábana en sus manos y trató de ahuyentar a los animales confusos, quienes corrían despavoridos por todos lados. Apretujándose con inclemencia para evacuar la casa por el mínimo espacio de la puerta, los alcaravanes blancos iban multiplicándose en mayoría astronómica justo en el momento que rozaban entre sí unos con otros. De modo que, solo fue cuestión de minutos para que hubiesen tantos animales enmarañados en el dormitorio como partículas de oxígeno en el ambiente.  En ese instante, sobre el tejado de palmas agobiadas por la memoria, empezó a descender una impredecible lluvia helada que regocijó los trupios de hierro y las iguarayas mágicas que se cultivaban desde tiempos inmemoriales en el desierto de Manaure. Cuando la llovizna cesó, los alcaravanes blancos desaparecieron y un olor a cereza silvestre brotó de la tierra cuarteada e hizo que la casa se desprendiera del suelo y empezará a flotar. Ante su asombro, la pequeña construcción de barro se elevaba lentamente mientras un inminente ruido de bisagras desprendiéndose de sí mismas le sofocaron el alma. La turbulencia del despegue a galope se le introdujo en los huesos y solo entonces pudo sentir todo el miedo acumulado que en siglos enteros había dejado de experimentar por terror a resquebrajar su propia costumbre. Francisco se apresuró y se encaramó finalmente del travesaño como un malabarista romano y se mantuvo con firmeza, incluso cuando sintió el mismo dolor afable en el pecho que lo sacudía violentamente en cada uno de sus sueños de alcaravanes blancos y quiso lanzarse al precipicio de luz para hallarle sosiego absoluto a su destino. Minutos más tarde, cuando la casa tropezó con las nubes pudo contemplar el cielo azul aferrándose a lo más alto de la imaginación para evitar su caída. Vio el desierto impávido trasegando como un moribundo en aquel espacio sofocante de la península donde habría de envejecer y morir y nuevamente nacer y morir en un ciclo eterno, hasta que sus ojos no pudieron alcanzar ningún objeto visible en la tierra porque estaba tan lejos de este mundo como la plenitud de los recuerdos que han dejado de recordarse para siempre.

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