Los flamencos dorados

La depresión abrumadora por la muerte de su abuelo lapidó la vitalidad que acostumbraba utilizar para resolver las frivolidades más inverosímiles de la rutina. Por tres meses estuvo deambulando en su habitación intentando escabullirse de aquel dolor impredecible que azotaba sus arterias. Cada aspecto cotidiano lo recordaba a plenitud: El sombrero colgado en la pared, los pantalones de gabardina doblados y hábilmente organizados uno sobre otro en la mesita, el olor a linaza cocida rebotando en el oxígeno y los zapato lustrados con régimen militar, preservados del olvido en una caja de cartón. Ambos mantuvieron una conexión inexorable, incluso cuando su abuelo devastado por el rigor de la enfermedad en los riñones solía olvidar la pronunciación de las letras y las palabras se le escuchaban parecidas unas a otras. Fabricaron entonces un lenguaje metódico compuesto por gestos y ademanes impredecibles que solo ellos dos entendían hasta que la fuerza de los músculos se le debilitó  a su abuelo y terminaron comunicándose mediante las pretensiones abismales de los ojos. Dormía poco y en sus días menos afables, lograba descubrir en intentos imprecisos, aquella sustancia inevitable que finalmente había logrado construir gran parte de sus treinta y dos años de edad. Sin embargo, un día de vientos sublimes, la idea de morirse apareció en su paladar como el sabor amargo de una corteza macerada de malambo y tuvo la lengua tan pesada y rustica como una piedra de caliza.  Decidido a terminar con los recuerdos de su memoria y con ese intenso dolor instalado en sus ojos desde el día del funeral, esa mañana untó veneno para rata en una rebanada de pan tostado y se aferró a la poca gallardía que logró arañar en el impulso. Cuando pensaba propinar el primer bocado, la luz del bombillo sucumbió de manera repentina al soplo helado de la profecía que se introdujo por la cerradura  y un olor a linaza cocida hinchó la habitación. Encolerizado, su abuelo muerto irrumpió justo en ese momento y le dio una bofetada intempestiva que lo sacudió varios segundos. Suspendido en el aire como un elemento ingrávido, sintió que flotaba en la penumbra del olvido y por varios minutos su vida recobró la misma importancia de los aspectos menos fundamentales para él. Desprendido de cualquier intento de conciencia, reaccionó momento después dando un salto vital sobre la cama con el corazón agitado y un terror inminente que adormeció de manera inevitable el honor que llevan los hombres colgando abajo. El abuelo muerto soltó una carcajada estrepitosa mientras la espalda de su nieto buscaba asidero en el rincón  más recóndito de la pared.
¡No te me acerques demonio! – exclamó con el alma a punto de salirse de su garganta - o no respondo!
Su abuelo muerto no paraba de reír y se apretaba el vientre para soportar el ímpetu de las carcajadas que se gestaban en su estómago.
¿No ves que soy yo? – dijo con una burlita inconsolable. Desde el rincón, su nieto lo auscultaba brevemente buscando alguna familiaridad de la que pudiese echar mano en ese momento de efímera cordura.
¿Abuelo? – Dijo con el hilo frágil una voz que no reconocía como suya. Se frotó los ojos varias veces.
¿Abuelo? – Repitió
El mismo que viste y calza – asintió. Apaciguada su angustia, el nieto se acercó con sigilo, calculando cada paso y cuando estuvo cerca, extendió su mano para palparlo, pero el impulso se extravió en el aire echando de menos cualquier masa corporal existente.
¡Caramba! – Dijo sorprendido – el asunto es serio.
Acostumbrado finalmente al imprevisto, invitó a su abuelo muerto un trago de aguardiente con limón y jugaron una partida de dominó como solían hacerlo los sábados después del bingo que organizaba la iglesia a favor de los extranjeros expatriados en el barrio de los esclavos.  Bebieron por varias horas en el corredor de transito ineludible para la brisa naufraga que se escapaba del mar. Conversaron de la vida que disminuye su afluencia en la medida que transcurren los años y de las ventajas formidables de los muertos que no se resignan al olvido. Incluyeron en la polémica aspectos ineludibles como el reducido espacio que ofrece el paraíso a aquellas personas sin devoción y la miseria enervante que aguarda a quienes en vida nunca realizaron algún acto de bondad por otros. Horas después, en el calor del aguardiente, su abuelo muerto se incorporó de repente cuando recordó algo que tenía atravesado en la garganta.
¡Flamencos dorados! – exclamó
¿Qué? – dijo su nieto
¡Flamencos dorados!- insistió
El nieto no comprendió. En ese instante un sueño profundo le agobió los ojos. Despertó sobresaltado cuando el agua tibia de las olas golpeó sus pies. Estaba de bruces en la orilla de una playa dorada. Sintió la humedad de la arena en su espalda y un olor afable a vegetación marina hizo que perdiera vitalidad en sus piernas. Se levantó sin premura y buscó en el orden los elementos una ubicación precisa para su inexactitud. Algunos pájaros elásticos se prolongaron ávidamente y la sensación de orfandad fue inevitable. Contempló el muelle legendario y los acorazados de guerras en otros siglos, consumiéndose de soledad. Burbujas rojas de todos los tamaños flotaban incansables, organizándose y desorganizándose, aferrándose con precisión en la imaginación del mundo. La certidumbre del asunto empeoró cuando advirtió a lo lejos centenares de flamencos dorados apretujados y retozando de felicidad en el valle de los cangrejos. Había escuchado de ellos una noche húmeda de abril mientras su abuelo deliraba de frio a causa de una fiebre fulminante que le azotaba los huesos. Al día siguiente, el abuelo recordó los pormenores del sueño y no dudó mencionarlos en el desayuno.
Cuando encuentre un flamenco dorado seremos millonarios – dijo con el ánimo reverdecido. Remojó un trozo de yuca en salsa de hígado en bistec. Masticó con lentitud, saboreando el chorro de sabor que salpicaba en su lengua y en el paladar.
Eran formidables, de piernas largas y tenían los ojos vivos como las perdices acorraladas – narró – yo estaba tirado en la orilla de una playa dorada y el ciclo enfermizo de las olas galopaba debajo de mis pies. Había un muelle legendario con  barandas de hierro brillantes y la madera desvencijada crujía cuando la brisa se agolpaba sobre ella.
El nieto escuchaba con atención. Sorbo a sorbo, el sabor del café con jengibre endulzaba cada espacio de su cuerpo. Ese día no pensó en la enfermedad de su abuelo y se ocupó en las actividades que requerían atención inmediata. Recogió hortalizas silvestres en la huerta del patio y rebanó los mamones gigantes de la terraza.  Los días siguientes el asunto del sueño mejoró la salud del abuelo. En la sofocación de la sala lograba trazar recorridos indescriptibles sobre una hoja en blanco que,  al tiempo, unía, mediante el uso de cinta transparente, con otras hojas garabateadas de manera premeditada, formando un mapa indispensable para el hallazgo de cualquier animal mitológico que lograse habitar en su imaginación. Después de meses dedicados en su empresa, una mañana la enfermedad en los riñones apareció en la habitación, aguardó en algún rincón del baño y esperó impaciente sobre el lavabo mientras fumaba un malboro puro. Cuando el abuelo ingresó para lavarse los dientes, intrépidamente se lanzó sobre su rostro e intentó asfixiarlo con inclemencia. Como pudo, el abuelo ejecutó una maniobra letal y se liberó en el primer impulso. La enfermedad en los riñones se aferró en su cuello entonces y la esencia visual que aun pretendían sus ojos afables, empezó a desperdigarse al instante. El forcejeo se prolongó varios minutos y finalmente, el abuelo cayó devastado irremediablemente. Derrumbado sobre las baldosas, lo encontró su nieto horas después con la piel dura y millones de burbujas rojas flotando en el baño. El olor a linaza cocida endureció la intemperie.

¡Flamencos dorados! – repitió hasta que faltó aire en sus pulmones y no pudo arañar un poco más de vida en el último halito. Momentos después,  a través de la ventana una pluma dorada ingresó sin previo aviso y un frio ensordecedor eliminó cualquier vestigio de luz en la casa.  


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