Sin memoria
Había
sido fabricado con el propósito letal de resolver conductas sospechosas y
pulverizar intrusos inminentes en el
sistema operativo. Era un antivirus robusto de un metro ochenta y tres
centímetros de alto, de piel sólida como un centauro y de alma helada. Vivía en
un modesto apartamento de habitaciones iluminadas, instalado en un segundo piso
de los archivos de programa que se ejecutaban a treinta y dos bits. El espacio
de su dormitorio era amplio, cómodo, y en las mañanas un chorro de luz tibio
atravesaba las cortinas que se manipulaban a control remoto desde cualquier
ubicación de la casa. Había un cuadro inmenso de Marilyn Monroe en la pared
justo en el costado de la cama, un escritorio con ejecutables comprimidos, un
closet atiborrado de recuerdos analógicos y otros delirios que, a esas alturas,
prefería no incluir en algún aspecto de su vida. Cada particularidad dentro de
su concepción, abordaba una disputa inquebrantable entre la perfección de vivir
y la facultad de resolver itinerancias en la costumbre, que algunas veces se
descontrolaban en sus manos y se le salían de control. Despertaba a las seis de
la mañana todos los días, preparaba sus músculos prominentes con una rutina
básica de ejercicios y digería una dieta estricta a base de alimentos binarios
y legumbres provenientes de la unidad de recuperación principal. Un día
mientras esperaba en la estación de panel de control, un olor a fresas
huérfanas agobió el ambiente. Por primera vez una afable sensación de orfandad lo
sacudió por dentro cuando volteó su rostro y advirtió a pocos metros de
distancia a la mujer más hermosa que hubiese visto en sus veintiocho años de
vida. Era diminuta, de ímpetu vital, cabello negro ondulado y tenía un lunar
mágico que aparecía y desaparecía en cada espacio de su rostro. Aquel cuerpo
esplendido descendía desde las escaleras
mecánicas con un infernal quiebre de cintura que enloqueció su cordura y de
inmediato le calentó la sangre. Llevaba puesto un vestido ajustado de flores
cálidas y unos lentes oscuros de montura radiante. La vio inminente en medio de
la opacidad de un día tan ordinario y predecible como su vida misma y la siguió
con la mirada hasta que tuvo tanto de ella dentro de sus ojos que no hubo más
espacio en su conciencia para comprender el mundo como estaba acostumbrado
hacerlo. Ella se detuvo en la señalización iluminada y se cruzó de brazos. En
su espera, la vocecita incomprensible del administrador de soluciones anunció
que la velocidad en el ancho de banda empezaba a disminuir considerablemente,
debido a una transferencia de datos clandestina en los nodos pocos seguros del
sistema. El imprevisto la agobió por completo. Revisó los ficheros
intermitentes en el panel iluminado que anunciaba con exactitud cada ruta
habitual. Angustiado la contempló con minuciosidad exigente y algo de esa
posibilidad remota de hurgar dentro de ella tuvo que haberle acariciado alguna
parte de la piel, porque cuando advirtió
su mirada socavándole en las articulaciones, sintió una conexión inevitable de
compatibilidad empedernida de la que no pudo desprenderse nunca más. Ella sonrió.
Por varios días la vio aparecerse a la misma hora exacta, descendiendo desde la
misma escalera con ese olor a fresas que
hacia flotar su cordura. Hasta que un día se armó de valor y le preguntó su
nombre casi sin poder respirar.
Pensé
que nuca lo preguntarías – dijo riéndose. Él se avergonzó pero tuvo ánimos de
invitarla una copa esa misma noche. Bebieron varias. En el interior de la
carpeta de descargas, disfrutaron de la música incomprensible que brotaba del
reproductor y fueron felices por un rato hasta que el sol hirvió de nostalgia y
la noche terminó. De regreso recorrieron la ruta de los archivos encriptados,
el suburbio de los documentos recientes y la amplitud de la barra de tareas. En
el centro de actividades desayunaron sin prisa. Era domingo y empezaba a hacer
calor. El habló sobre su empleo agobiante, sus lunes eternos en la cabina de
firewall y la insatisfacción que le producía ejecutar funciones de antivirus
que ni el mismo algunas veces comprendía. Ella auscultó cada palabra como si
las estuviere analizando bit a bit, y muy dentro de sus coyunturas, un letargo
de nostalgia disminuyó la voracidad construida a través de muchos años y un terror inclemente la devastó desde
adentro.
Yo
soy un virus – dijo. Un silencio endureció el aire y ambos se miraron sin
emitir alguna palabra. El no tuvo tiempo para reaccionar y contuvo la
respiración varios segundos. Tomó un vaso de agua helada. Ella se sintió
desolada. Era un software malicioso que se introducía en los dispositivos de débil protección e
infectaba cualquier aplicación de bienestar para los procesos ordinarios del
sistema operativo. Sin embargo, agobiada por la incertidumbre de los días y la
desazón que le producía aquella función infernal abordada por el mal azar del destino,
un día decidió buscar la plenitud y la redención absoluta. Se cambió de
identidad y finalmente se fue a vivir en un condominio modesto en uno de los
edificios del desfragmentador de discos. Busco un empleo en la agencia de
portapapeles y se dedicó a olvidar; pero sobre todo a vivir.
Si
es el final, entenderé – dijo ella. Dobló una servilleta y fabricó un origami
de dragón. Lo sopló y cobró vuelo. Dio media vuelta bordeando el ventilador y
salió por la ventana.
Es solo el principio – se apresuró él. Apretó su mano con complicidad y ambos
comprendieron. En un callejón irreal del centro de redes y recursos compartidos
se amaron sin desvestirse completamente. Con sus manos descubrió a tientas
aquel lugar tibio de las mujeres donde el espíritu huye del cuerpo y la
santidad se disuelve con la lujuria. Se desplazó sobre ella con lentitud,
estudiándola palmo a palmo, hasta que finalmente ser feliz fue el único remedio
para cualquier enfermedad que pudiera agobiarle. El idilio de su romance
doblegó toda ley informática impuesta por el administrador operativo hasta que
un archivo terminó infectado y la estabilidad del sistema sufrió daños
irreparables. Las alarmas se encendieron en el firewall inmediatamente y la búsqueda del virus inició
una tarde de octubre, después de una actualización crítica del sistema que
fortaleció la seguridad en las redes inalámbricas y la facultad de acceso
remoto en las aplicaciones externas. La exploración fue inevitable. Por horas
eternas las maquinas binarias removieron desechos y archivo temporales ocultos
en el nivel más bajo del lenguaje. El
antivirus logró evadir el rastreo infernal de los otros programas catalizadores
de malware y espías malignos. Sin embargo, algo se quebró en su propósito
porque la detección de su romance clandestino fue irremediable. Acostumbrado a
sortear con astucia ineludible situaciones imprevistas logró ponerla a salvo
dentro del formato inconcebible de un pendrive y le facilito algunas
direcciones de internet para facilitar su aventura en otro sistema operativo
menos protegido. Esa fue la última vez que la vio. Detrás del vidrio, la contempló
mientras se alejaba en aquella unidad de almacenamiento de velocidad
inimaginable y pensó en ese tipo de felicidad que nunca había conocido y que
por primera vez se le escapaba de las manos. La rutina nuevamente se tornó
indomable. Pasaba horas en la cabina de firewall garabateando su nombre y tratando de
dibujarla sin éxito alguno. Algo dentro de sí mismo impedía que la
concentración se acoplara de la mejor manera en el interior de su conciencia.
Por meses infinitos aguardó la mínima posibilidad de abrazarse a esa cintura
voraz que lograba hábilmente contornearse sobre su cuerpo sin previo aviso y
entonces la echó de menos. Años después, supo de un virus indomable que había
infectado millones de dispositivos en red a través de una memoria extraíble. En
ese momento sonrió y desde algùn lugar del mundo, ella tambien lo hizo.
Comentarios
Publicar un comentario