Una canita al aire
Desconcertado por el comportamiento inusual de su esposa
Ruth, Desiderio Fuenmayor, un empleado
de la compañía carbonífera a punto de tropezarse con la jubilación, diminuto y
de ademanes ligeros, no lograba
conciliar el sueño en las últimas noches después que alguien se acercó a confesarle
que había descubierto a su mujer con otro hombre. Desde entonces el peso de la
revelación desorganizó su rutina y empalagó de amargura su paladar. Ingería
cocciones de valeriana en sorbos largos para diseminar la vigilia, pero en sus
ojos la batalla campal de hormigas no daba tregua alguna. La mayor parte del
tiempo, pasaba horas desprendido de sí mismo, en tentativas fallidas de cordura
hasta que algún impulso externo lo traía de vuelta a la realidad y la fatalidad
nuevamente lo agobiaba. De carácter afable y espíritu débil, pretendía
sobrellevar la situación de la manera más sumisa posible, pero un día de
aquellos no pudo con la carga en sus pulmones y decidió fabricar un plan
minucioso con el fin de resolver el acertijo de una vez por todas. Su empleo
abrumador en la compañía carbonífera había terminado por resquebrajar la frágil
pasión que su esposa Ruth otorgaba a los dieciocho años de matrimonio recién
cumplidos y a la fidelidad inconcebible que su vientre resguardaba férreamente cuando su marido se ausentaba de casa. Los turnos
rotativos habían perjudicado la disciplina del amor entre ellos y la voracidad
furtiva de otros años se mitigaba en la medida que transcurrían sus vidas. La
incertidumbre empezó a consumirlo un viernes por la noche, al finalizar la última función del teatro Aurora. Se disponía a tomar el
primer sorbo de cerveza y sin advertirlo, un relámpago de conciencia le
atravesó el alma. En medio de la muchedumbre de esposos incomprendidos que buscaban
huir de la rutina y del sonido irritante de las piezas de dominó golpeando la
madera, experimentó por primera vez aquel tipo de soledad fulminante y el vasto terror
en los huesos que anuncia al cuerpo el indicio de un mal presagio. Sin saber
porque, se puso de pie ante la mirada absorta de los otros contrincantes en la
partida de domino inconclusa y decidió volver a su casa más temprano de lo
habitual. Tomó una última bocanada de cerveza y sin despedirse, salió del
bar. De camino a casa trató de hurgar en su memoria, buscando asidero en los
recuerdos más fieles, intentando persuadirse a sí mismo sobre la inexactitud de
las premoniciones que se originan en el calor del alcohol. En su agonía, escuchó
las cancioncitas endebles de los devotos que regresaban a sus casas después de
la vigilia. Atravesó la placita lúgubre donde se amontonaban los expatriados
sin hogar y una hercinia de ojos abismales lo auscultó cuando cruzó la avenida.
Al llegar a su casa redujo el ruido de
su respiración y a tientas introdujo la llave en la cerradura con terror a que
alguna sorpresa salpicara en su plan imprevisto. Aplicando un mínimo impulso
corporal, logró escabullirse a través de la abertura de la puerta y la
adrenalina silvestre de lo correctamente incorrecto le hincho el estómago. El
aire resbaladizo de la sala golpeó su respiración y la tentativa de vivir
abrigó la remota eventualidad de ser un rasgo indispensable para él. En ese
preciso momento pensó en su esposa, en sus ojos fugaces y el tibio aroma que
desprendían sus axilas limpias. Recordó la hecatombe en reposo de sus tetas
esplendidas y las noches eternas de retozos inclementes sobre la hamaca colgada
en el corredor. Imaginó la desnudez
implacable de Ruth absorbiendo la luz de sus ojos y el fragor empedernido que
solía soltar como globos de helio en los momentos de desenfreno. Echó de menos
esa piel dulce en la que se deleitaba cuando finalizaba su último turno
rotativo en la compañía carbonífera y regresaba a su casa con un inminente deseo
de amar, sobre cualquier otra cosa, a su
mujer. Pero el transcurso de los años lapidó este insaciable apetito y los
asuntos del alma abandonaron la comodidad del corazón. El hilo se quebró en
algún tramo de la historia y la soledad se opuso a envejecer. Por casualidad, Ruth
había descubierto en su cuerpo la facultad para enloquecer la cordura de los
hombres, pero huyó a ese deseo prohibido miles de veces, incluso cuando el
espacio de la cama se multiplicaba de tal manera que ni siquiera toda la
memoria del mundo encontraba cabida en ese lugar. Dentro de la casa, Desiderio Fuenmayor
se desplazó como un ladrón, casi a rastras, evitando que su angustia sollozara
en medio del silencio de la noche. Tropezó con prendas de vestir desperdigadas
en el piso, zapatos de charoles perfumados, medias sudadas y un vestido purpura
con olor a fresas silvestres. Encontró también un reloj de pulso y la ropa
interior de su mujer colgando en una butaca de madera y entonces la sangre se
le calentó irremediablemente. Frente a frente con la puerta de la habitación, dio
media vuelta, regresó a la cocina y se armó con un cuchillo de matar ganado que
guardaba en la última gaveta. El dormitorio permanecía iluminado por las
lámparas de luciérnagas y con la oreja
pegada a la puerta pudo escuchar el sonido de las aspas del ventilador girando con
precisión geométrica y las vocecitas felices que se apretujaban de placer en
algún rincón de la cama. En la intermitencia de su frenesí se incorporó
súbitamente y tuvo ánimos para
planificar sus movimientos. Sudaba frio. Una orfandad sublime azotó sus
piernas. Sintió que navegaba en aguas turbias y la turbulencia le anegaba los
huesos. Calculó cada segundo. La cólera enfermó su vitalidad. Experimentó
piedras en su garganta. En un momento
pensó olvidar el asunto y dar media vuelta hacia atrás. Devolver el tiempo,
caminar en reverso como un cangrejo, atravesar en sentido contrario la placita
lúgubre de los expatriados, revertir el sabor de la cerveza y apostar el
doble cinco en la partida inconclusa de dominó. Con el cuchillo en la mano,
aguardó en silencio. Lloró. Soltó una carcajada y luego cerró los ojos. Se
perdió en la penumbra de su conciencia. Abordó con los ojos todos lados
posibles e imposibles. La ventana golpeando la herrumbre, los cuadros de
ancestros olvidados, la mesa basta y el candelabro de luz muerta. Nuevamente
contempló el desorden de prendas de vestir desperdigadas por todos lados.
Entonces, la angustia desapareció después y de una sola patada doblegó con
fuerza descomunal el ímpetu de la puerta cerrada. La madera desvencijada se
desplegó en el aire y el hallazgo inconcebible
lo dejó atónito por varios segundos. Cuando despertó sobresaltado de la pesadilla,
su esposa se incorporó y le acarició la cabeza.
Luego retozaron plácidamente hasta que la luna se hizo resbaladiza.
Comentarios
Publicar un comentario