Mi Alzheimer
Lo
haría mil veces – dijo. Durante toda la confesión, planificó cada postura en el
asiento rígido como si la magnitud de toda su vida fuese el complejo resultado
de alguna profecía descrita en un libro. Sorbo a sorbo, renunciaba a su
capacidad inmensurable de experimentar algo de dolor o angustia dentro de ella.
Incapaz de un arrepentimiento verdadero, saboreaba cada palabra que pronunciaba
como si todas las letras que conociera estuviesen salpicadas de caramelo y el
paladar sucumbiera ante la dulzura de
las oraciones construidas. Calculaba su respiración y se aferraba con habilidad
excepcional al denso espacio de su cuerpo. Por varios minutos revoloteó sobre sí misma como un pajarito
condenado a la fiebre de sus alas, mientras una línea de sudor helado se
fabricaba en su espalda. Nuevamente el dolor de muela la agobió. Hurgó con la
punta de la lengua en el espacio que la calza abandonó a la suerte dentro del
tercer molar superior. Sumaba cuatro noches sin reposo y la vigilia dentro de
sus ojos empezaba a rebanar la poca cordura que tenía. Sentía martillazos de
benevolencia estricta en toda la dentadura. En ese momento, se imaginó la
extracción de la muela enferma con un rustico alicate. Pudo sentir el chorro
tibio de sangre galopando en su lengua y en los dientes obedientes
organizándose sin escrúpulos en la península de su boca. En el forcejeo
propinado sobre sí misma, el alicate reventó una vena promiscua y la saliva
saboreó su fiebre. La sangre le inundó el alma, las coyunturas. De repente, un
derroche sublime de glóbulos rojos se
reveló contra ella. Un par de manos indómitas que emergieron del fondo, intentaron hundirla con ímpetu dentro de
aquella sustancia viscosa y tibia que la cubría hasta el cuello. Se resistió
con supervivencia y se opuso a morir ahogada con su propia sangre. El forcejeo
se prolongó varios minutos. Finalmente cedió a la presión energúmena y terminó
en el fondo del estanque gelatinoso. Descendió por varios niveles del mundo,
hasta que tropezó con un objeto resbaladizo pero de firmeza absoluta. Impulsó
su cuerpo hacia arriba apoyándose de elemento y salió a flote después de varios
minutos. Como pudo, buscó a tientas el
origen de su conciencia en medio del declive de su locura y permaneció en vilo,
suspendida de un hilo de luz que logró descifrar en la oscuridad. Pensaba en la necesidad apremiante de vivir
que había dejado de pertenecerle desde hace mucho tiempo y en las artimañas del
destino socavando en sus mejores recuerdos. De golpe, regresó a la realidad y
el dolor de muela no desapareció. Sin embargo, otros aspectos fundamentales la sofocaban en
esos momentos. Un hombre absorto, en el extremo contrario de la mesa,
auscultaba sus movimientos con la precisión de un relojero suizo. No recordaba
su nombre. Intentó balbucearlo mentalmente, pero el sin sabor del olvido empezó
a impacientarla. Llevaba puesta una
camisa impecable con las mangas dobladas. Tenía una barba recién afeitada y un
corte de cabello bien logrado. Era lánguido, de voz vital y de orejas
prominentes. Se quitó los lentes con agilidad y
los frotó con un pañuelo que extrajo del bolsillo trasero del pantalón.
Sudaba el olor refrescante a Maria Farina.
Se llamaba Reyes Maestre. Viudo y de ademanes agonizantes, trabajaba en la
estación de policía de la Provincia Urumita como Inspector General. Oficio que
lo consumía desmesuradamente desde la muerte de su esposa. Cuando se ocupaba en
el ocio, solía perderse en la imaginación furtiva por largas horas hasta que
recobraba la abnegación de los vivos y nuevamente la humanidad le otorgaba otra
pasión renovada.
El
cuartito taciturno lapidaba el vértigo. Había un bombillo de luz intermitente y
la función del ventilador intentaba evadir su propia decrepitud desde algún
rincón de la habitación. Afuera de la
estación, el gruñido insolente de los perros martirizaba la claridad de las
palabras cuando intentaban el aterrizaje. Pero aun así, la función del lenguaje se atribuía la
perfección absoluta en cada tramo de la confesión.
¿Mató
a su marido entonces?- Repitió la pregunta el inspector general. Frotó el
pañuelo sobre su frente. Ella resolvió contundentemente la instigación. Un elemento
impreciso dentro de su voz la amargaba con dureza. Tenía los ojos fijos en el rincón
y a través de la pared, en el patio, imaginó contemplar el desconsolador
panorama de un basilisco ciego suspendido de una rama, evitando la caída.
Lo
haría mil veces – dijo. El comisario rumió los argumentos y se sintió desolado.
Recordó la noche que tropezó con su esposa muerta en la cocina y por unos
segundos se desprendió de sí mismo. La vio indescriptible, superflua, como si
se tratase de otra esposa muy parecida a la suya. Llevaba puesto el mismo
vestido blanco que utilizó la última vez que asistieron juntos a un evento público.
La separación lo atrapó en el desconsuelo meses después, pero su bienestar se resquebrajó
completamente, cuando supo de la muerte de su esposa producto de la traición de
un amor más joven no correspondido. Los oficiales la encontraron colgada en su
habitación una tarde de abril y el hallazgo de una carta donde le imploraba su
perdón por una infidelidad de años, lo martirizó desde entonces. Pensaba en
cada una de las excusas frecuentes que ella utilizaba para evadirlo en los
asuntos de cama y el odio terminaba consumiéndolo sin compasión.
Estoy
cansada – murmuró mentalmente.
Otro
te estaba cogiendo y yo no lo sabía – se dijo a si mismo sin pronunciar alguna
palabra.
Garabateó
unas letras incomprensibles sobre una
hoja en blanco. Frunció las cejas. Siguió concentrado en la infidelidad de su
esposa y en la noche que tropezó con ella en la cocina. Nuevamente sudó y
sintió pánico en los huesos.
¿Qué
motivos tuvo? – preguntó certeramente. La disciplina del aire doblegó. Hizo
calor. Ella se apretó las manos debajo de la mesa. El dolor de muela era
insistente. Experimentó calambres en los pies. Pensó en extraerse la muela de
un solo impulso. Adentró su memoria en los recuerdos más inverosímiles y tuvo
tiempo para cerrar los ojos y nuevamente abrirlos. Sus labios fabricaron un
silencio tormentoso. Se llamaba Concepción. Dos meses antes, había planificado
e imaginado la muerte de su esposo. Construyó cuidadosamente cada detalle con
una fascinación infernal. Aprovecharía el sueño profundo que vincula a los
humanos con otros mundos y le cortaría la garganta de lado a lado. Luego
introduciría el arma letal en su abdomen
hasta que el impulso repetitivo agotara la fuerza en su brazo. Finalmente, lo
contemplaría en silencio hasta que la última gota de sangre perdiera la partida
de dominó. Agobiada por los doce años de inclemente maltrato, un día adquirió
la valentía que necesitaba para ejecutar el crimen. Era diminuta, de piernas
cortas y de espalda larga. Pero la determinación, al igual que sus brazos,
implicaba una clase de robustez enajenada que pocas veces utilizaba. Sin
embargo, la gotera rebasó su cordura y concibió por primera vez la profecía.
Insistió en recordar.
Mataré
a esa bestia… - pensó
La
insistencia del desquite abrumó sus días de tranquilidad. Acostumbrada a
sobrellevar el martirio de su vida de la manera más dócil posible, empezó a
impacientarse cuando la palabra venganza logró lapidar cualquier vestigio de
humanidad que se gestara en sus riñones. La noche anterior, nuevamente su
esposo había irrumpido borracho en la habitación tarareando la misma
cancioncita indescriptible de todos los días: “Pero esa carta eran mentiras
tuyas, porque en seguida me volviste a
buscar”. Llevaba la sangre caliente y un
chorro de deseo mojaba su cabeza. Era enorme y de carácter premeditado. En
miles de intentos fallidos, procuraba
conciliar el sueño denso debajo de las sabanas, cuando sintió las manos
abruptas de su marido, buscando a tientas el paraíso. Abrumada por el dolor de
muela, deseaba morirse aquel día para terminar de una vez por todas, con ese latido intermitente lapidando en el
interior de su boca. El olor insistente a aguardiente la sofocó
irremediablemente cuando su esposo se acercó su boca para propinarle un beso.
Evadió la promiscuidad con un violento movimiento corporal y encomendó su vida
a la providencia balbuceando una plegaria sin mover los labios. Fingió estar
dormida. La persistencia de su esposo impacientó su cerviz, pero ella se opuso
a la tentativa del amor no correspondido.
Estoy
cansada – murmuró con los ojos cerrados. Cruzó las piernas y se congeló en esa
posición. El no comprendió. Se bajó los pantalones desquiciadamente y luego la
jaloneó del cabello. Forcejeó inevitable varios minutos con él, mientras un par
de lágrimas se deslizaron sobre su mejilla. Con una patada letal desarmó el
dominio de sus brazos y él cayó estrepitosamente sobre el espejo redondo
incrustado en el closet de madera. Como un resorte se incorporó momentos
después y se abalanzó sobre ella con más necesidad. Ella saltó de la cama con
el alma a punto de colapsar y buscó a
tientas algún elemento de defensa. Recordó el cuchillo para matar ganado que
había guardado en la última gaveta del nochero. En su primera posibilidad de
hallarlo, un nuevo jalonazo imprevisto la derribó sobre la cama. Sintió un golpe
fulminante en el oído y el sonido del mundo desapareció varios segundos.
Lejanamente, desde otra posición en el universo, sintió que la desnudaban sin
compasión. Primero la blusita de encajes negros, el sostén de elástico renovado
y después destrozó la pantaleta de un solo impulso. Sentía la respiración
helada de su marido galopando sobre sus brazos y sobre sus piernas. Pensó en la
muerte con la lengua jadeante y en el dolor de muela quebrándola en dos, tres,
cinco partes iguales. Permaneció inconsciente sobre la cama hasta que un objeto
helado y robusto, trataba de ingresar en ella sin autorización, a través de la
abertura pretenciosa que conducía al paraíso.
¡Concepción
reacciona!- Escuchó de algún lugar.
¡Reacciona!
– Volvió a escuchar. Atravesaba la última
constelación del universo cuando alguien apretó su mano y la empujó hacia un
orificio de luz que se estiraba en el espacio, como si fuese de elástico puro.
Entonces,
regresó a la realidad como si la hubiesen lanzado con un fundíbulo de algún
lugar del olvido y abrió los ojos. Provocó una epidemia de patadas y golpes al
aire intentando impedir la agresión. Uno de ellos, golpeó las costillas de su
marido y cerró instantáneamente la abertura que canalizaba la respiración de
los pulmones. Con los ojos desorbitados, se apretaba el regazo mientras arañaba
un poco de aire extraviado en la habitación. Se derrumbó en el piso. Analizó
millones de oportunidades y se aferró a una silla para incorporarse nuevamente.
Ella aprovechó la oportunidad y extrajo de un impulso el cuchillo. Él se puso
de pie. Tambaleó unos segundos. Cayó y nuevamente se incorporó vorazmente.
¡Eres
una perra! - le gritó. Con los pantalones a media rodilla, energúmeno se
dirigió hacia ella esquivando los destrozos desperdigados que encontraba a su paso. Parecía un toro imponente
con el vigor de millones de leones en bandada.
Sin
concebir error alguno, se lanzó sobre él. Se trepó en su espalda e introdujo el
cuchillo en su cuello una, dos, tres veces. Un diluvio de sangre la salpicó. Él
se resistió. La golpeó en el rostro y trató de hundirle los ojos con los dedos.
Ella extrajo el arma letal y la hundió en su brazo.
¡Perra,
perra! – Gritaba enloquecido. La tenacidad se le fue disminuyendo tras varios
segundos.
Con
la última potencia de sus brazos, logró derrumbarla de su espalda y después
cayó de bruces lentamente sobre su propio charco de sangre. Como un elemento
ingrávido, Concepción permaneció congelada en el aire, desnuda, con las tetas
sin conciencia paseándose en las conjeturas de la imaginación y la realidad. En
ese momento tuvo sed. Entonces cerró los ojos y esperó que la muerte o la vida
la invitaran un trago de ron.
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