Piel de tomate
Cuando llegó su turno, Emma
se sintió indispuesta. Empezó a sudar a chorros y experimentó una batalla
campal de fieras salvajes en el estómago.
Pensó evadir el azar. El olor a esencias mezcladas unas con otras y el humo
incesante de las velas encendidas, le propinaron una locura inmediata. La niebla
fabricada por el incienso era espesa, traumática, insolente. Una jovencita de
ojos vitales, aguda, se apareció en la
sala fumando un cigarrillo de fabricación artesanal. Era larguísima, famélica. Tenía
unas téticas huérfanas, el cabello
enmarañado y la parsimonia de los seres que dedican su vida a esperar lo inesperado. Examinó cada rostro en la sala
y cuando la descifró en una de las sillas ubicadas en el fondo, se acercó a ella con precisión.
Usted es Emma? – Le dijo.
Ella asintió.
“Mamita” la espera – Dijo – sígame.
Junto a Emma, otras mujeres
y hombres aguardaban en sigilo. No había interacción. La comunicación se
extravió de cualquier fuente recóndita que permitiera el lenguaje. Emma reconoció a
Margot, su antigua vecina. Margot era divorciada. Desde la separación, solía aferrarse a su propio olvido como cura para
mitigar el dolor que la visitaba en las noches y la asfixiaba sin compasión. Abandonado
en los placeres de vientres más lozanos, un día su esposo se marchó de la casa,
basándose en lo deprimente y monótona que se había convertido su vida al lado
de ella. Margot no asimiló esa teoría con
facilidad y le imploró de rodillas para que se quedara. Llevaban 25 años de
matrimonio y tres meses, cuando su esposo se despidió por última vez y se fue
de la casa. Durante seis meses el sueño dócil de Margot no logró madurarse en
sus ojos. Empezó a sufrir de calambres
en el alma y tropel en las manos. Manipulaba con fragilidad los objetos y la
mayor parte del tiempo permanecía desprendida de cualquier instinto de
conciencia. Sin embargo, en ningún momento se olvidó de su esposo. Pasaba todo el día pensando en él con insistencia.
No le guardaba rencor, incluso cuando ella misma sabía que en los últimos años,
en los asuntos relacionados con la cama, solía
amarla sin amarla. Resignada un
poco al desasosiego, un día alguien le aconsejó
que visitara a “Mamita”, una clarividente de excelente reputación en La Guajira,
muy diestra en devolver a cualquier amor perdido y no dudó en visitarla apenas lo supo. Emma se incorporó y
caminó detrás de la jovencita. Cuando estuvo cerca, Margot la saludó entre dientes con una calidez fingida. Ella no se inmutó. Sintió el olor a alcanfor galopando a lo largo
del corredor y la mezcla de bálsamos caseros. Atravesaron varias cortinas de satín
y al final del pasillo, había una puerta entreabierta.
Hasta aquí llegó yo – Le
dijo la jovencita . Emma sintió terror. Ya no estaba segura de
si quería irse o si quería quedarse. Contempló con angustia a la joven.
Ella dio media vuelta y desapareció después de la penúltima cortina como si
fuera la espectral figura de una jovencita diferente a las jovencitas de su misma edad. Aguardó en
silencio frente a la puerta, sin inmutarse. Intentaba acostumbrarse a tal
flagelo, cuando un ronquido la sacudió de repente.
Sigue – Dijeron desde
adentro de la habitación - te estoy
esperando. Era "Mamita".
Emma era una mujer de
actitudes inciertas, pero de hábitos constantes. Vivía en Valledupar en un
apartamento pequeño con una vista excepcional en el norte de la ciudad. En el
pequeño patio había improvisado un jardín rustico con helechos silvestres y
flores de tierra árida. Se empleaba de
lunes a viernes como oficinista en una modesta empresa recaudadora de dinero. Los
sábados dormía todo el día y el domingo se consumía en el ocio voraz de los ángeles. En noviembre
cumpliría treinta años y deseaba embarazarse a como diera lugar antes de que
eso sucediera, pero su pareja actual aun no lograba descifrar el acertijo que
se concebía en su vientre. Llevaban tres años de compromiso y las discusiones más
frecuentes se originaban precisamente por el intento fallido y lejano de
maternidad.
Las mujeres después de los
treinta años no cuajan bien a los pelaos – le advertía su madre – nacen blandos como si
fueran tomates maduros. El horror de traer tomates maduros al mundo, la aterrorizó desde entonces. El asunto la inundó de fatalidad y pesadumbre por noches
infinitas, incluso en las actividades que contemplaba la rutina vio sacudida su
estabilidad. Petrificada por el hallazgo
profético de su madre, durante los meses siguientes, visitó a toda clase de especialista que le
recomendaban para liberarse del peso. Era
una carrera contra el tiempo. Pensaba darse por vencida cuando escuchó sobre
las facultades de “Mamita” en una reunión de compañeros de la oficina.
Yo quedé embarazada de
gemelos después de una semana de tratamiento – le dijo Luz Elena, la contadora,
una veterana de cuarenta y cinco años nacida en Palomino, de piel bendita y
muslos fuertes – te la recomiendo. Emma bebió un sorbo de cerveza. Un leve
temblor en las piernas hizo que su ánimo decayera varios segundos. Se repuso.
Rumió mentalmente los argumentos y la desolación la embarcó en un viaje
inaudito.
Caramba – Pensó.
Esa noche, Luz Elena no fue
la única que le atribuyó bondades espirituales a "Mamita". Sandrita Ponce, la
nueva secretaria, le confesó en el calor del aguardiente como su novio le
propuso matrimonio dos horas después que "Mamita" le hiciera un amarre de amor.
!El bandido hace lo que yo
quiera! – Le dijo ufanándose – prepara la
cena, limpia la casa, lava la ropa y no sale con puticas baratas. Se río a
carcajadas. Emma se contagió de la risa estrepitosa.
Eso es lo mejor de todo-
dijo Emma en complicidad – las puticas baratas son la enfermedad de los hombres.
Rieron.
"Y ahora me coge como nunca" – Le dijo. Concluyó la confesión con una risita infernal y un indecente movimiento de caderas. Ambas rieron.
"Quizás no me han cogido bien" – Pensó. La idea de los tomates maduros instigó su cordura durante todo el camino de regreso a casa.
Así que Emma, no tuvo más remedio. Si deseaba un embarazo inmediato, debería
acudir a "Mamita", la bruja o la clarividente indicada para esa tarea. Anticipó unos cuantos días de sus
vacaciones de navidad y viajó a la provincia de Cotoprix, en La Guajira, para
entrevistarse con ella. La travesía se prolongó varias horas, debido a
algunas fallas mecánicas del autobús. En todo el camino la angustia revoloteó
en el aire como un pajarito asustadizo. Mintió a su novio sobre el viaje. Dijo
que visitaría en Riohacha a su tía Vilma la solterona.
Tiene otra de sus crisis –
le dijo – tú conoces como se pone. El comprendió.
Absolutamente – dijo. Recordó cuando salió corriendo a la calle desnuda, después de la cena navideña del año anterior.
El mismo la acompaño a la terminal. Le indicó algunas cosas que ella no recordó después. Se mostró afectivo y le dio un beso en la frente.
El mismo la acompaño a la terminal. Le indicó algunas cosas que ella no recordó después. Se mostró afectivo y le dio un beso en la frente.
En la provincia de San Juan
del Cesar, el bus se detuvo varios minutos. Emma examinó las primeras calles
del pueblo a través del vidrio polvoriento. Vio casas impecables y un pavimento
sublime. Al fondo, contempló las montañas reverdecidas y detrás, muy detrás del alcance
visual, observó con benevolencia el angosto camino que conduce al paraíso.
De repente, recordó el
asunto de los tomates maduros y se paralizó. Una línea de sudor helado, recorrió
su espalda. Descendió y luego ascendió. Pasó de un lado a otro. Tramo a tramo
de la aventura, el síntoma de sudor prevaleció ante su espíritu empedernido.
Yo no voy a parir tomates
maduros – Se dijo – primero muerta
CO-TO-PRIX – leyó en un
cartel que estaba ubicado a un lado de la vía. Anticipadamente había acordado
con el conductor para que se detuviera justo cuando llegaran allí. Eran las dos
de la tarde. Al descender, una ventisca caliente rondaba en la intemperie. Se
sintió desolada y tan huérfana como sus ganas de tener un hijo antes de los
treinta. Por indicaciones previas de Luz Elena, abordó un automóvil
destartalado que la condujo al pueblo cinco minutos después. La primera
impresión fue deprimente. La casa vislumbraba una tenacidad triste. No tenía
jardín y estaba rodeada de un cercado rustico construido con alambre púa y
madera de trupio. No tuvo hambre. Ingresó casi a tientas a la casa y se sentó en la
última silla. Había ocho personas esperando el turno correspondiente. Desde su
llegada, un hombre de piernas inquietas no la perdió de vista en ningún
momento. La siguió con la mirada hasta que se sentó en la última fila. Ella no
lo miró, pero sintió el peso de sus ojos desvistiéndola desaforadamente y un
asco repentino le produjo nauseas.
Se sintió indispuesta otra
vez. Frente a la puerta entreabierta, vaciló su ímpetu. Su imaginación no había
acertado con la realidad: "Mamita" era una
mujer joven, de rostro pulcro y fulgor lozano, mediana, de treinta
y dos años, de implicaciones frívolas pero de alma dócil y bondadosa. Fumaba un
tabaco de forma invertida, con la brasa hacia dentro de la boca.
¿Qué te trae donde "Mamita"? – Le dijo con ternura. A Emma le sobrevino nuevamente el alma al cuerpo.
Quiero que me preñen - Puntualizó
Quiero que me preñen - Puntualizó
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