Zambullida




Todos los días asisto a mi hijo en el Hospital Rosario Pumarejo. Durante treinta minutos en bus atravieso de extremo a extremo la ciudad con una convicción desaforada. Es una ciudad lineal, de casas ordinarias y habitantes imprevistos que sobreviven en algún espacio abrumador de su propia lógica. Tramo a tramo, la nostalgia se muestra como un grave invasor que incita a la evolución misma de las pequeñas cosas. El pavimento es pulcro y el orden geométrico del mundo es contradictorio. Me sorprende esa dualidad indescriptible que puede otorgar el destino a los aspectos más sutiles de la rutina. Al principio solía cerrar los ojos en todo el recorrido y calcular algunos factores indispensables para mí: Familia, casa, empleo, finanzas. Lograba desprenderme por momentos sublimes de aquella mujer foránea que visita todos los días a su hijo enfermo del corazón en el hospital. Como si fuese un juego, imaginaba la costumbre de los elementos que conformaban la travesía diaria. Imaginaba a personas y animales diferentes ejecutando acciones diferentes: Los gatos ladrándole con furia a los perros, la luna revelándose de día, el sol iluminando en la noche y las carretas rusticas de verduras y frutas, arrastradas por hombres en lugar de animales. En esas improbabilidades sustanciales, trataba de consumir cualquier rastro de angustia que llevara en los bolsillos o en la cabeza. Pensaba en mi hijo, en sus brazos agiles, en su cuerpo zambulléndose en las aguas inclementes de Hurtado y en el color plata que el sol lapidaba en su espalda cuando fabricaba la aventura. Era un jovencito insistente. Aprendió a nadar desde los cinco años. Parecía un delfín acróbata desafiando lo infinito, cortando de un tajo el torrente almidonado de la corriente que descendía de la Sierra Nevada, saliendo a flote y hundiéndose nuevamente. Era mediano y agudo, de voz tibia y piernas duras como el plomo. Recuerdo a mi padre en sus ojos fugaces y en sus manos inquietas. Ambos tenían  esa facilidad para asumir las complejidades del universo de una manera natural y lograban persistir cada día con la misma pasión. En los meses de vientos sublimes, solía encontrarlos en el patio fabricando cometas fantásticas y otros artilugios de diversión infinita.
¿Qué hacen los niños? – Les preguntaba. Él reía y el niño se contagiaba. Soldadito lo apodó desde que estaba en la cuna.
Aquellas actividades vitales en compañía de mi hijo,  fortalecieron su ánimo de manera previa a la enfermedad que tiempo después se gestaría en sus riñones y terminaría quebrándolo en dos. Cuando falleció, todos sufríamos contemplando su último halito, excepto Berenice, mi hermana  menor. Supo evadir desde muy pequeña la gallardía y la tenacidad que habíamos heredado de mamá y mientras nos despedíamos de papá, ella prefirió esperar afuera de la habitación, inhabilitada de cualquier síntoma de luz que la mostrase tan real como era. Consumía el tiempo observando al niño deambular  por toda la casa en busca de algún oficio para ahuyentar el ocio de los primeros años. Se mantuvo distante al dolor, ajena, tardía. Un tipo de tristeza espesa inundaba su alma  y algunos solo la reprochaban por su frialdad y desapego. Sin embargo, la muerte es demasiado compleja y los recuerdos son los órganos menos visibles de la razón. Realmente, ella sufría la pérdida a su manera, sin una lagrima, sin un reproche, sin la queja más mínima hacia Dios.
Cuiden al soldadito – Lo escuchamos decir al final. Inmediatamente, su cuerpo  palideció y el sueño hostil que persigue a los vivos durante toda una vida abrumó la habitación de par en par. Un olor a soledad se trepo en el aire. Dos meses después del funeral, Berenice no soportó el peso del silencio de papá. Se aparecía todas la noches en su habitación y la contemplaba por horas sin decir una palabra. El insomnio la doblegó.
Papá sino va a decirme nada, mejor no aparezca más – le dijo una noche. Pero él siguió visitando la casa a cualquier hora del día. Tiempo después perdió las coordenadas de este mundo y no se le volvió a ver de nuevo. Sin embargo, Berenice prefirió abandonar aquel festín de recuerdos inolvidables impregnados en aquella casona y se vino a vivir conmigo a Valledupar.
La rutina está plagada de la misma fiebre: El tropel del despertador, la ducha insolente, el café tibio, la ruta exacta del autobús, el saludo entre dientes de la enfermera principal y la espera eterna del especialista.
El Doctor tiene muchas obligaciones – Decía la enfermera que visitaba al niño todos los días – Es muy difícil ser médico en este país. Escuchaba la misma frasecita cada mañana. Un día rebotaron mis ánimos y perdí la compostura.
¿No tiene otra cosa que decir? – le dije visiblemente molesta. El tono sacudió sus vertebras y un leve temblor le quebró la respiración. Carraspeó. Desde entonces examina a mi hijo en silencio. Ejecuta el ritual de la salud durante varios minutos: Revisa la presión arterial, el estado del suero fisiológico y  verifica la canalización de vía venosa. Después se despide del niño con la ternura más fingida que jamás hubiese visto. Lanza una mirada inconforme directamente en mis ojos y luego cierra la puerta. Me concentro en sus pasos alejándose en el corredor y escucho su voz impartiendo instrucciones a otras enfermeras. Siento lastima a veces por ella. Berenice no la soporta.
Es una perra sin sangre – dice – si le molesta su trabajo, entonces que renuncie.
Tendrá sus problemas – le digo – es muy difícil trabajar con hambre o con necesidad.
Berenice se encoge de hombros.
Me da igual – dice – Solo espero que el soldadito mejore para largarnos de acá. La ventana absorbe su mirada y no tengo ánimos para refutar sus argumentos.
La enfermera es certera, de voz fulminante y de piernas cortas. Su andar es ligero y rápido. De pronto está en la habitación y cuando cierras los ojos, ya no está. Me recuerda mucho a Inés Ipuana, una mujer Wayuu trascendental y de carácter utópico, que conocí en la Universidad de La Guajira cuando cursaba tercer semestre de Contaduría. Tropecé con eventos deliberantes que se opusieron a mi bienestar en ese momento. Debido a esta contradicción, no logré terminar los estudios. Ella sí pudo. Recuerdo su dialecto afluente, su desparpajo  y esa obstinación de construirse a sí misma sin ayuda de otros. Años después de mi deserción, recibí un paquete inesperado en mi casa. El hallazgo me divirtió: Una toga cuidadosamente preservada y un birrete impecable. Al  extraer las piezas encontré una nota doblada y una fotografía.
“Ya no tienes excusa” – decía. Era Inés. El recuerdo de su delgadez y sus cachetes devastados, se fulminó de mi memoria cuando examiné la imagen y resolví que se trataba de ella inmediatamente. Aún tenía los mismos ojos pequeños y brillantes, como si tuviera parásitos. Cuando recordaba su infancia en las rancherías  remotas de la Alta Guajira, el alma se le estremecía.  
Allá se carece de muchas cosas –Decía con coraje – los recursos destinados a mitigar las necesidades básicas de la población sufren el oportunismo de los gobernantes. Los niños se mueren de hambre, la salud es un fantasma que aparece cada cuatro años y el bienestar enferma de olvido. El brote de su protesta se agudizaba como la dinámica de una hecatombe en reposo. Recibía constantemente los pormenores de su vida con devoción. Supe que se empleaba en la Alcaldía de Riohacha analizando las fallas contables en los contratos externos.
Es un nido de ratas – Explotaba – mejor ni te cuento. No comprendía, pero tenía cierta percepción de cada argumento que sostenía. Mi padre estuvo íntimamente ligado a las artimañas facultativas de los políticos para lograr algunas cosas en su madurez. Un día se cansó de untarse de esa podredumbre y se dedicó a envejecer con dignidad.
La corrupción está por todos lados – Le dije
Dios nos ampare – Dijo ella.
Hoy por fin apareció el especialista. Es un veterano preservado de ojos verdes. Tiene ademanes estrictos y exhala un aroma fresco de plenitud. Berenice no puede creerlo. Ambas medimos la respiración mientras examina al niño. Nos miramos.
Es simpático – me murmura al oído y me golpea con el codo. Nos reímos sin expulsar algún sonido. El doctor se da media vuelta, mientras se acomoda el estetoscopio detrás del cuello.
Este soldadito se encuentra muy bien – nos dice
De repente recordé a papá.



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