Acordeón, engaño y locura


Por última vez decidió inscribirse en una de las máximas competencias del Festival de la Leyenda Vallenata. Llevaba doce años acumulando intentos fallidos y el sin sabor que le producían las diversas derrotas a su paladar se había vuelto infernalmente demencial, incluso para un hombre de carácter tan afable como él. Dormía poco y solía levantarse en la madrugada con la garganta hinchada de amargura. Abandonado de los placeres que enloquecen a los hombres, pensó en la dedicación al instrumento como una herramienta eficaz para lograr lo inalcanzable y entonces perdió la cordura. De esta manera, se preparaba anticipadamente para el próximo certamen con una devoción inquebrantable. Manipulaba el aparato a toda hora, extrayendo melodías indescriptibles que terminaban enloqueciendo a los ángeles provenientes de otros mundos hasta que un día perdió el rumbo de sí mismo y nunca más se le volvió a ver en sus cinco sentidos. Poco a poco, la lucidez fue escurriéndose de aquella conciencia sin memoria que a duras penas le alcanzaba para reconocer lo cotidiano. Uno de esos días inclementes, tropezó con un antiguo contrincante diestro en el acordeón, quien llevaba años alejado de las competencias a causa de un paludismo eterno que había adquirido en un pueblo del Cesar. Tomaron varias cervezas mientras recordaban sus hazañas inolvidables en los festivales anteriores y en el calor de la nostalgia, el veterano lo miró contundentemente a los ojos y le propinó una palmadita en el hombro.
Compadre no pierda el tiempo – le dijo – ese concurso está arreglado.
La revelación lo aturdió varios segundos. Sintió una inmensa sensación de soledad anegándole cada órgano por dentro y entonces masticó el engaño que desde hace varios años tenía colgado en la lengua. Aquella noche el coraje impidió que pudiese conciliar el sueño. Maldijo cada segundo que sus brazos sostuvieron ese acordeón de mierda, cada canción compuesta con dedicación que ningún cantante quiso grabar y maldijo a los alemanes y a su bendita obstinación por inventar aquel aparato del demonio que no servía para nada. Agobiado por la fiebre endemoniada que le calentó la sangre, terminó destrozando el acordeón con varios hachazos certeros y luego le prendió fuego en el patio. En medio de la tormenta, dio un leve suspiro de moribundo y se derrumbó en el suelo. Cuando despertó en la mañana, un dolor de cabeza amenazaba con resquebrajarle el cráneo en cuatro partes. Un Marzo seco se deslizó sobre las hojas de los mangos y lo golpeó en las costillas. Entonces se incorporó torpemente y fue a la cocina por un vaso de agua. Despertó indispuesto, con la memoria huérfana. Para su sorpresa, el acordeón que había destrozado la noche anterior, estaba intacto encima del mesón. Sin embargo el hallazgo no le preocupó. En ese momento solo pensaba en el dolor taladrándole cabeza y en una manera contundente  para eliminarlo. Tomó unos analgésicos y durmió una siesta en la hamaca. El guayabo energúmeno lo azotó. En uno de sus movimientos involuntarios, mientras buscaba adaptarse en el minúsculo espacio de la comodidad, tropezó con el mismo aparato que momentos atrás había visto en la cocina y entonces un relámpago de luz le permitió descifrar todos los acertijos del universo en menos de un segundo. Brincó horrorizado con el alma a punto de colapsar y se llevó las manos a la cabeza.
¡Virgen del Carmen!- Exclamó. Desde entonces el aparato empezó a pavonearse     en los lugares más impensables de la casa como si tuviese vida propia. Lo encontraba en la ducha por las mañanas, en el corredor donde la brisa tormentosa desordenaba los objetos custodiados por el olvido y a la hora de la siesta tendido en la hamaca como si fuese el dueño del mundo. Así transcurrieron los días y las improbabilidades del acordeón fueron rebasando la poca paciencia que aún conservaba, pero terminó acostumbrándose al desatino de la misma forma que se había acostumbrado a vivir. A finales de abril la lluvia endemoniada trajo consigo nuevas oportunidades. Resuelto a participar por última vez en el certamen del festival vallenato, una mañana antes de iniciar las competencias,  se sentó frente a frente con el aparato y sostuvo algunas palabras con él.

Necesito ganar ese festival antes de morirme- le dijo.- Si sabes tocar no me hagas perder más el tiempo. El acordeón no se inmutó. Digirió cada palabra hundido en un reposo milenario y el caos de la locura enfermó de  nostalgia a cada rincón de la casa. Horas más tarde en el calor de la disputa, su primera interpretación fue magistral y contundente. En la medida que avanzaban las rondas de clasificación, cada una de sus maniobras con el acordeón doblegaban inclementemente la  incredulidad que los jueces apostaban a su rutina. Hubo algo de perfección en aquella sintonía de los ángeles, porque hasta la misma providencia retuvo la respiración para escuchar mejor la melodía. Y no era para menos. Sus  intentos fallidos en busca de algún premio que perpetuara con honores las once intervenciones en el festival, habían logrado agrietar aquella reputación como músico venerado que los años adeudaban a la persistencia. Por primera vez, los jueces admiraban en su interpretación majestuosa cada uno de los cuatro aires que brotaban sin error de ese bendito aparato. Se sintió placido ante un resultado que pretendía conocer y la serenidad de la victoria soplaba en su rostro como los vientos tiernos de noviembre. Con el poder que le otorgaba aquel acordeón a su interpretación, demostró ventajas abismales entre todos los contrincantes y fácilmente su nombre retumbó en los parlantes como un infalible ganador. Pero una noche antes de la  final se sintió indispuesto. Tenía la lengua amarga como la corteza de malambo y los pies helados. No tuvo ánimos para manipular el aparato y se derrumbó en la cama para dormir. Cuando abrió los ojos tuvo dificultad para reconocer el mundo. Los acertijos milenarios oscurecieron la memoria de las cosas. De repente el aire doblegó y la superficie de la realidad se tornó blanda como una sustancia elástica. Allí en esa perdición infernal, quiso sostenerse de la rama de un árbol, pero la madera se derritió como el agua rebelde y sus brazos fueron desvaneciéndose con lentitud, de la misma forma que los mejores recuerdos dejan de recordarse. Ese festival tampoco lo ganó, pero la eternidad fue el premio a su constancia.

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