La soledad y novecientas cuarenta y cuatro palabras
Soledad
descubrió en la dulzura de su cuerpo una infinita tormenta de oportunidades.
Sus muslos ávidos, construían en los hombres una fiebre de lujuria inconcebible
y la tenacidad de sus nalgas albergaban la facultad de transportar al paraíso.
Proveniente de algún lugar del mundo y sin
planificarlo previamente, apareció en Riohacha un noviembre de nieve
tormentosa. Se instaló en un hotel modesto por varios días hasta que la
economía devastada de la ciudad ignoró por completo su calidad de vida y no
tuvo más remedio que deambular por la
calle en busca de algún oficio decente en el cual ocuparse. Durante semanas el
hambre la devastó con insolencia y el sueño le quebró las rodillas con horror. Entonces
una leve incertidumbre la flageló desde adentro y finalmente, contempló la muerte como la mejor cura para su
enfermedad. Cuando la idea empezaba a
madurarse, una revelación imprevista la sorprendió mientras intentaba
conciliar el sueño en una de las bancas solitarias de un parque público. Sin
pensarlo, se incorporó de repente y cruzó la avenida empujada por el infortunio
de los foráneos que se quedan sin patria. Caminó varias cuadras sin saber a
dónde se dirigía hasta que un automóvil se detuvo a un costado de la vía y ella
nuevamente recobró la conciencia. El conductor bajó el vidrio con premura y le
hizo señas para que se acercara. Esa fue la primera vez que Soledad se alquiló
para amar. Con el dinero que ganó devoró con angustia dos pollos asados y le
sobró un poco para rentar una habitación por esa noche. Entre sollozos
inconsolables, trató de liberarse de aquel rastro impregnado en su cuerpo
mientras se duchaba, pero el estropajo vaciló en el ímpetu y la hostilidad fue
aún mayor. Los días siguientes siguió alquilándose con más intensidad hasta que
se acostumbró al oficio después de varios meses. En ese trasegar de
trotamundos, llegó a “La Catorce". Allí tropecé con ella una noche de
tragos y de calentura en la sangre, justo cuando mis ojos se acostumbraban al
idilio de los bombillos zarandeándose de un lado a otro como si la luz atrapada
dentro de ellos estuviese endemoniada. Era un bar de puticas esplendidas
hundido en la podredumbre de hombres sin amor que buscaban comprensión los vientres de extranjeras sin memoria y
veteranas inolvidables que habían aprendido el oficio desde muy jóvenes.
Después de varias cervezas, un relámpago de conciencia atravesó mis coyunturas.
Cuando hurgaba entre la clientela cotidiana en busca de una mujer que me
abriera el apetito, coincidí con ella en el mismo ángulo visual y entonces un
frio estremecedor debilitó mis rodillas por varios segundos. Con la habilidad
que se requiere para desajustar la
cordura de los hombres incautos, desfiló hasta mi mesa, absorbió un trago de cerveza y se sentó a mi
lado. Fumó un cigarrillo. Llevaba puesto un vestido de rayas negras
horizontales y unos tacones stiletto. Tenía el cabello dócil como animal
enjaulado y unas tetas rebeldes asfixiándose dentro del sostén. Mientras me narraba los pormenores de su vida,
de vez en cuando abría sus piernas y se lograba descifrar el paraíso oculto detrás
de sus pantaletas rojas. Estuve extraviado en su cuerpo y en ese olor de fiera
indomable que me atrapaba el alma.
¿Cuánto?
– le pregunté. Ella sonrió levemente y me propinó una palmadita en el hombro.
En
la habitación acordamos – Dijo.
Caminamos
a través de un corredor con pequeñas habitaciones organizadas de ambos lados.
Justo en la sexta puerta nos detuvimos. Soledad terminó su tercer cigarrillo, expulsó
una última bocanada de humo y luego me condujo hacia la cama. Mientras se
desvestía, evité pensar en el infortunio del universo. Cerré los ojos y en mi
otra realidad, detrás de cualquier cálculo que pudiese otorgarme un poco de
lucidez, resulté atrapado sin espacio
dentro de mí mismo. Imaginaba sus veinte brazos escrutándome de pies a cabeza, zarandeándome
con vitalidad. Sin esfuerzo, resolvió el acertijo de mi cinturón y me bajó los
pantalones. Estaba helado, como la nieve imaginaria que refresca el sueño de
los incrédulos y la ventisca que pierde vigor en el mar embravecido. Se puso de
rodillas frente a mí y soltó una risita afable cuando descubrió la revelación. Jaloneó
con fuerza mi cintura hacia su rostro. Sonreía con dicha ante la magnitud del
animal salvaje que escapaba de su cautiverio. Saboreaba con devoción cada
segundo palpitante. El idilio desaforado instalado con rigor en aquella boca
deshizo en mi cualquier precisión de cordura. Estaba desnuda, inverosímil.
Admiré cada detalle fabricado en la concepción de su piel como si mis ojos
estuviesen destinados a morir abiertos. Sus tetas agiles realizaban maniobras certeras
en el aire y mi capacidad de resistencia fue decayendo en la medida que sentía millones
de sacudidas infernales en los huesos. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis…
enumeraba aquellos fragmentos de segundos hasta que me perdía en la cuenta y
nuevamente volví a empezar. Una, dos, tres, cuatro… El universo nos abandonaba
en aquella humedad infernal que se nos escabullía a través de la conciencia. Recorrí
su espalda miles de veces en la imagen que intentaba sobrevivir en el espejo.
Tramo a tramo, pensé descifrarla a plenitud. Como pude, equilibré mi cuerpo
sujetándome de su cabello y entonces la voracidad del instante fue inexorable
para ambos. Luego, el ajetreo de sus caderas fue inclemente. Extraviado en el
fragor hábil que construía con sus piernas, imaginé que había perdido la
partida cuando de repente se detuvo y de golpe, me empujó hacia la pared con
firmeza. Se abalanzó sobre mi, apretó sus nalgas en mis muslos y se apoyó del
piso con las dos manos. Desde abajo, sus ojos desorbitados observaron con
desconsuelo como la duración destinada a
los momentos sublimes podría llegar a ser tan fugaz como el olvido mismo.
Apriétame
duro que estamos en guerra – gritó enardecida. Me envolví su cabello en el brazo y la jalé con fuerza hacia mí. Miles de
demonios la condenaban a su propia maldad. La sacudida procuró su rebeldía y
cada golpe de sus nalgas intentó quebrarme en dos partes.
¡No
me sueltes!- imploró.
De
repente, hizo un giro imprevisto y se ubicó boca arriba en el borde de la cama.
Su ombligo letal contribuyó al destino y el paraíso apareció de la nada como si
los veteranos del mundo hubiesen desempolvado el libro de las profecías antiguas.
La sujeté de las piernas para no derrumbarme. Se aferró a los bordes del colchón
para sostenerse y mordió la sabana con violencia. Entonces, la vi cerrar los
ojos y abrirlos nuevamente en periodos cortos de tiempo. Sudaba. Estaba lánguida
y moribunda. En esa posición la aniquilé por completo y la respiración mitigó
su galope. El animal concibió una mordida letal y la previne sutilmente con un
mordisco en la oreja.
No
lo desperdicies – Me advirtió. La zambullida conjugó el verbo y ella terminó hundiéndose
en el piso gelatinoso que había provocado su codicia. Poseída por millones de espíritus,
se derrumbó en el piso y disfrutó la perdida infame de su victoria.
Después
reposamos un rato en la cama sin mirarnos. Hizo calor. Recordé un fragmento de
la canción “Bendita suerte” de los
Betos y la tarareé sin abrir los labios. Me froté la frente con el extremo de
la sabana e intenté abanicarme con una
revista de noticias vencidas. Ella extrajo un nuevo cigarrillo de la gaveta,
pero no fumó. Lo ubicó detrás de su oreja y cerró los ojos. Sonrió. Pensó con
insistencia en la vida que había dejado
de pertenecerle hace mucho tiempo. Recordó un fugaz Maracaibo enfermándose en el
lecho más deprimente que se pudiese imaginar y sintió un sabor amargo en la
lengua. No recordaba en que momento había logrado acostumbrarse a las
contrariedades de aquella vida sin memoria. Leí en voz baja el recorte de un
periódico que estaba pegado en la puerta del closet: “Maduro vete a la mierda”. Soledad se incorporó suavemente. Estaba
agotada. Fumó sin prisa un cigarrillo de fabricación artesanal. Se dirigió a la
ducha cuando terminó la expulsión del humo gris y la sensación de libertad le
apretujó los riñones. Desde la puerta del baño hizo señas para que la
acompañara. Recobré el ánimo. Repetimos varias veces hasta que la imaginación
tuvo terror de nuestras invenciones. Fabricamos acrobacias sin memoria y el
desapego a la tradición de los amantes cotidianos emprendió su travesía sin
retorno. Luego de vestirme analicé con satisfacción el panorama y extraje la
cartera del bolsillo. No se inmutó. Observó el reloj y luego se lanzó a la cama
sin pantaletas. Su piel exhalaba un olor a frescura y a limpieza. Afuera en la
pista de baile, algunas parejas borrachas bailaban un disco olvidado de los
hermanos Zuletas.
¿Cuánto
es? – le pregunté. Ella sonrió y miró mi entrepierna.
Eso
lo cuadramos después –. Dijo - cuando regreses nuevamente.
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