Matrimonio
El revolver presionó la mandíbula y el metal helado
recordó a su memoria el fragor de la brisa que se escabulle del Cabo de la Vela
los primeros días de noviembre. Cuando cerró los ojos, el disparo ensordecedor
atravesó las fronteras del sonido y apaciguó la voz del mundo por un instante.
Segundos después, la caída fue lenta, imprecisa. La bala pulverizó de inmediato
y algo en su cabeza se desprendió súbitamente como si de un tajo hubiesen
destapado un coco de cristal. Mientras su cuerpo desarticulado quebraba la
supervivencia, segundo a segundo las miles de imágenes anidadas en remotos recuerdos
fueron proyectándose en reversa, sucediendo todo lo sucedido, pero sin
realmente suceder, como si el tiempo transcurriera en sentido contrario. No
tuvo precisión entonces de las cosas. Los
disparos fulminantes propinados a quema ropa en el cuerpo de su esposa,
regresaban poseídos por mil demonios en la misma dirección que fueron
disparados desde el cañón del revólver, una, luego otra y así sucesivamente
hasta completar la numero cinco. El chorro de pólvora se disipó en un instante
y nuevamente el arma se enfundó en la pretina del pantalón, como si estuviese
destinada a volver finalmente a su sitio de origen después de la hecatombe. La
fiebre empapó de nostalgia aquel espacio insoluble de la habitación y la memoria
logrando su redención, embriagó de tristeza las únicas cinco horas que les duró
aquel matrimonio arreglado. Berenice Epieyu, era una majayura de carácter indomable,
minúscula y ágil, que solía llevarle la contraria a todo lo que tuviese razón. Cuando cumplió los trece años se opuso rotundamente
al encierro wayuu y ni los consejos de su
abuela muerta pudieron doblegarla. Creció libre en medio de aquel paraje
inhóspito del norte de Uribía, deambulando entre trupíos eternos y decenas de
caminos irreales en el desierto que conducían a todas partes y no llevaban a
ningún lado. Testaruda como su madre, imponía su voluntad con una mínima dosis
de sutileza y su desapego al mundo era tan atroz como su desapego a la memoria.
Hasta un día que se cansó de oponerse a la corriente y doblegó la furia que
llevaba sujeta a las pantaletas. Cuando cumplió diecisiete años, un tío materno
fue sorprendido por un relámpago imprevisto cuando regresaba de pescar. El
ímpetu de la catástrofe lo levantó dos metros de la barca por cinco segundos y finalmente
cayó de cabeza en el mar exhalando un olor insoportable a carne chamuscada. Horas
después unos niños sin dueño que
deambulaban en el ocio, encontraron el cuerpo fulminado en la orilla de la
playa y corrieron despavoridos para comunicar la noticia del hallazgo. Estaba
pétreo, inflexible y tenía la apariencia de los muertos vírgenes que empiezan a
ser olvidados por la cordura. El agua salada le había hinchado los huesos, pero
tenía los ojos vivos como si estuviera soñando despierto. Cuando la noticia se
liberó de la lengua, los gritos de lamento agobiaron el Jepirra y los mismos fantasmas milenarios sintieron compasión de
aquel infortunio. Centenares de familiares remotos provenientes de los lugares
más impensables del mundo, arribaron a la ranchería con un estupor apacible,
olfateando en la memoria algún recuerdo verosímil que pudiese construir una
imagen exacta de aquel hombre a quien nunca conocieron. En ese tropel de
apellidos entrelazados con determinación y castas increíbles de Wayuús
milenarios, Isidoro Pushaina vio por primera vez a Berenice y aquella belleza indomable le agobió
el alma desde entonces. Intentó a través de miles de formas una manera sutil de
tropezarse con ella, pero su imaginación era tan frágil como una pluma
zarandeada por veinte huracanes. Sin habilidades para cortejar a una mujer,
Isidoro contempló con resignación aquel amorío inverosímil que nunca llegaría a
consumarse debido a su endeble gallardía. Tenía treinta y seis años, y vivía
solo en el Pájaro, un pueblo árido de
La Guajira donde las olas del mar caribe se quedaban a vivir de felicidad en la
orilla y el jolgorio de aves emblemáticas no dejaba dormir en las noches. Era un
amante empedernido de las armas pero poseía un espíritu de paz y solía cargar
una de ellas siempre que salía de su casa, aunque nunca hubiese tenido la
necesidad de utilizarla. Veinte días después del velorio, resuelto a experimentar
aquellas posibilidades que surgen del amor, apareció en la ranchería donde
vivía Berenice con cuatros camiones repleto de animales esplendidos: veinte cabezas
de ganado cebú, cincuenta cabezas de cabras, cinco caballos de carrera y diez terneros
destetados; con el fin de pagar la totalidad exigida por su dote y de esta
manera convertirla finalmente en su esposa. Berenice quien restaba importancia a los presagios de los fantasmas,
fue advertida por su abuela muerta esa misma mañana sobre un mal sueño que no
la había dejado dormir tranquila en las noches anteriores. En el sueño una
pareja de novios vestidos de negro, descalzos, sin ojos ni boca ni nariz,
asistían a su boda cuando de repente, millones de abejas enormes ingresaban a
la iglesia y con punzadas letales, iban
reventando las cabezas de los invitados hasta que no quedó ninguno vivo.
Berenice no comprendió el sueño y descartó cualquier posibilidad en su vida que
tuviese relación con aquella revelación de la abuela muerta. Pero cuando
escuchó el sollozo infernal de los animales acorralados entre las latas de los
camiones y el ganado bramando de sed, el
alma se le tambaleó por dentro, entonces
imaginó lo peor. A sus espaldas, habían
concretado los detalles de un matrimonio que nunca autorizó con alguien a quien
ni siquiera conocía y eso le produjo una amargura monstruosa en la lengua. Empecinada
en la libertad, hizo todo lo posible para deshacer el acuerdo, pero no logró
suavizar la tenacidad del complot. Así que no tuvo más remedio que aceptar con
risitas fingidas el compromiso, mientras pensaba en una estrategia inteligente para
salir del embrollo sin desencadenar una afrenta aún mayor. Sin embargo, no tuvo
escapatoria. La idea de la unión fue desarrollándose en la medida que pasaban
los días. La noche antes de la boda, la abuela muerta apareció en la habitación
de Berenice y la pellizcó sutilmente en
las costillas, pero ella estaba despierta y no se inmutó. Intentaba conciliar
el sueño pero sentía hormigas en los ojos. La abuela le acarició la cabeza y la
arrulló en lengua nativa hasta que Berenice se fundió en la posibilidad de un reposo
infinito. Cuando abrió los ojos, detrás de la oscuridad de sus ojos, asistía vestida de negro a su propio
matrimonio y un centenar de abejas africanas enormes atiborraron el sueño. El alba la sorprendió dando vueltas en la
hamaca y de inmediato despertó alarmada. Isidoro, también había tenido el mismo
sueño por semanas, pero solía resolver con prudencia aquellos aspectos que no
conocía, así que, escéptico a las bondades del reposo con el estómago vacío,
hizo caso omiso al hallazgo y continuó la rutina. En la boda, la aglomeración
de personas fue atroz. Prepararon sesenta cabezas de cabra guisada con
bollo limpio, dieciocho ollas de sopa y quinientos
litros de chicha fermentada. Isidoro y Berenice, se casaron un veintiocho de
febrero a las seis de la tarde. El jayeechi
tormentoso de los borrachos sin dueño se escuchó toda la noche. En medio del
festejo, Isidoro apretó la mano a su esposa y la condujo a la habitación para consumar el matrimonio. Berenice
estaba compungida, angustiada. Sudó. Un
sin sabor en la lengua la mantenía en vilo. La virtud de las mujeres era llegar
virgen al altar y ella no lo era. A escondidas, tuvo un amor fugaz con un extranjero y tras varios meses de encuentros
clandestinos, terminó perdiendo la dulzura de su vientre y la castidad del
corazón. Fue un romance intenso, pero breve. La magnitud de aquel amor se había
convertido en el brazo de un odio desaforado latigandole la espalda. Después de
la ruptura decidió negarse a la facultad de los hombres y se escondió del amor
dentro de sí misma para siempre. Cuando
Isidoro la persuadió con un beso en el cuello, ella sintió terror y quiso salir
corriendo. Inexperto en el arte de amar, Isidoro la palpaba sin saber dónde
acariciar, sudaba, la desvistió sin saber que la desvestía. Berenice transitaba
por otros mundos sin descubrir, con los ojos cerrados pensaba en su infancia traslucida
y en la madre que recordaba con
vehemencia en las noches de julio. Sentía repulsión y una inminente desdicha en
la piel. Ante la negativa del amor, Isidoro empezó a perder la paciencia y
trató de forzar el camino al paraíso. Aunque era novato en el arte de los
cuerpos, la facilidad en la abertura lo desquició completamente cuando quiso
ingresar en ella y reaccionó energúmeno.
¡No soy ningún marica! - Gritó encolerizado y la noche se
sacudió varios segundos. Entonces Berenice regresó nuevamente, abrió los ojos y
sintió la quemadura de las balas en el pecho, condenándola de manera lenta,
pero instantánea. Isidoro le disparó una, dos, tres, cuatro, cinco veces, sin
saber que le disparaba o sin pensar que lo hacía en realidad. Quizás soñaba e
imaginó que al despertar recobraría nuevamente la conciencia. Estaba atónito,
insulso. Las piernas se le quebraron y recordó
el sueño de las abejas. Se sintió acorralado como una presa moribunda.
Pensó en huir, pero tenía las coyunturas de las piernas congeladas. Una
multitud enardecida se agolpó en la puerta para derribarla. En ese momento, la abuela muerta apareció en
el rincón de la habitación y vio cuando Isidoro Pushaina se puso el revolver en
la mandíbula. También vio a las abejas revoloteando en el aire y después
escuchó el último disparo.
Excelente
ResponderBorrarMe gustaría leer más cuentos de este escritor.
Felicitaciones, hermosa historia, lástima el trágico final.
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