El rezo


Antes de culminar su última ronda en el hospital, el médico joven de turno, un negro espigado de mandíbula firme y ademanes ligeros proveniente del pacífico,   auscultó a Manuel vehemente con el estetoscopio y luego le propinó dos palmaditas en el hombro al terminar su ritual de salud acostumbrado.
Al paso que vamos usted será el ser humano más veterano que haya nacido después de Matusalén –  dijo riéndose mientras se acomodaba el aparato de uso médico alrededor del cuello. Manuel soltó una risita de dientes hacia adentro  y después se incorporó de la camilla de un solo impulso. A sus 86 años nuevamente se sintió lozano, ágil, como si otro Manuel de menos edad hubiese ocupado su lugar durante aquella  estancia prolongada en el hospital. Su esposa no pudo notar la diferencia de inmediato, pero en cambio advirtió en él un ánimo rejuvenecido, la vitalidad de otros años más jóvenes y por un instante recordó la primera impresión que tuvo cuando lo conoció. En aquella época de lozanía, Manuel desbordaba una juventud colosal. Tenía brazos robustos como el hormigón y la fuerza épica de cien elefantes juntos capaz de levantar una iglesia desde los cimientos y ponerla en otro lugar. María Smith, su esposa, tenía 19 años cuando tropezó con él por primera vez en uno de los bingos bailables que organizaba la iglesia para recoger fondos a favor de los damnificados por las inundaciones del Rio Magdalena en Guamal. Esa noche, una muchedumbre de personas gritaban enardecidas de asombro mientras Manuel masticaba los picos de las botellas de cerveza sin hacerse daño alguno en la boca. Mientras algunos pensaban en esas presunciones como facultades del demonio y las artes oscuras, otros atribuían tales actos a las bondades fantásticas de los ángeles que hace muchos años fueron expulsados del paraíso y desde entonces convivían con los humanos en la tierra. Botella tras botella, las canastas de frascos vacíos quedaban convertidas en añicos de vidrio pulverizado y las más veteranas se desmayaban emocionadas húmedas de orín en las pantaletas debido a la hegemonía producida ante tal acto sobrenatural. Algunos escépticos, que intentaron realizar la misma hazaña pensando que podían desenmascarar el fraude más grande de la historia, terminaron con laceraciones graves en la boca y tuvieron que remitirlos de urgencia al hospital. Asombrada por aquel acto fantástico, María Smith no pudo conciliar el sueño ese día y tampoco las semanas siguientes. Todas las noches visitaba la plaza del pueblo, intentando coincidir con él, deseando que aquel hombre de vigor inclemente la quebrara en varias partes, armándola nuevamente y desarmandola y volviéndola a armar infinitamente de todas las  maneras posibles e imposibles, pero no fue hasta dos meses después, en abril, cuando escuchó que Manuel había regresado al pueblo y estaba apostando con otros contrincantes en el bar del viudo Ruppert que era capaz de remolcar un tractor utilizando únicamente la fuerza de los dientes. Sin pensarlo dos veces, se emperifolló como una pava real usando un traje de terciopelo hasta las rodillas y un sombrero canotier de flores rojas y amarillas. Había esperado con angustia volver a verlo y rápidamente se abrió paso en medio del alboroto con la esperanza que Manuel fijara sus ojos en ella por primera vez. Cuando Manuel apretó la soga con los dientes y llevó a cabo la primera tentativa de remolque un silencio arropó la ciénaga grande de extremo norte a extremo sur, pero el auto no se movió ni un centímetro. Sin embargo, en el segundo intento, Manuel cerró los ojos y jaló nuevamente con la fuerza de un búfalo encolerizado y para sorpresa de muchos incrédulos, el auto empezó a desplazarse uno, dos, tres, cuatros metros. Al final de la noche, Manuel remolcó el tractor varias vueltas a la manzana ante el asombro de los incrédulos quienes al inicio no daban crédito a la probabilidad de que un hombre ordinario tuviera semejante capacidad divina. Exhausto por la hazaña realizada se deshizo de la camisa y pidió dos barriles de cerveza alemana. Se exilió en el último rincón del bar y dio indicaciones al viudo Ruppert para que nadie lo molestara. Estaba ensopado y el corazón latía severamente como si dentro de su pecho tuviera una fiera indomable buscando una oportunidad para liberarse. Desde lejos María Smith lo contemplaba y aunque carecía de valentía en los huesos, aprovechó el descuido de algunos condiscípulos de Manuel y se escabullo entre la multitud. Se ubicó frente a él sin saber donde esconder los brazos o donde esconderse ella, con deseos de decir tantas cosas y no decirlas al mismo tiempo. Sin tener un diálogo planificado, permaneció de pie delante de él por varios segundos, con la mente en blanco,  y dijo lo que primero se le ocurrió. 
¿Cómo lo haces? – Preguntó con timidez. Manuel la auscultó desde los pies hasta la cabeza y congeló su mirada en el rostro más bello que jamás hubiese visto. La examinó palmo a palmo, tomó una bocanada de cerveza y sonrió levemente. Luego le hizo señas para que se inclinara un poco y   murmuró en su oído.
Puedo decirte el milagro , pero no el santo – le dijo. Ella sonrió. Sin embargo esa noche Manuel se lo confesó en el calor del aguardiente cuando terminaron de retozar en la habitación del hotel donde estaba hospedado. No supo porqué lo hizo en el primer impulso, quizás fue una tentativa de cortejo desesperado, tampoco comprendió si valía la pena asumir ese riesgo con una mujer a quien ni siquiera conocía, lo cierto es que desde ese momento tuvo plena convicción que nunca tendría el valor en los huevos para separarse de ella.
Esa misma noche María Smith y Manuel se fugaron juntos. Durante días atravesaron el corazón de la Ciénaga grande en un antiguo galeón español hasta que un día de noviembre  llegaron sin proponérselo a la tierra donde los ciegos componían canciones y los hombres construían casas en el aire para ahuyentar a los pretendientes de sus hijas. Sin embargo la memoria tiene fecha de vencimiento y en la medida que los años fueron envejeciendo a Manuel se le hacía más difícil recordar el rezo que por años le habían otorgado facultades inverosímiles. Sin lucidez para recordar  las palabras de las oraciones que antes recitaba al pie de la letra con claridad, más temprano que tarde terminó convirtiéndose en un simple mortal igual a todos, enfermó de los pulmones a causa de la braza invertida del tabaco y la medicina lo confinó a un respirador automático por el resto de su vida. Todo empeoró cuando le detectaron el cáncer pulmonar y sus visitas al médico fueron más frecuentes a lo habitual, entonces y por definitiva, decidieron exiliarlo en una camilla de hospital hasta que su última luz se opacara sobre la faz de la tierra. Fue entonces, cuando tuvo un relámpago de conciencia y como si Dios de repente se hubiera acordado de él, recordó por última vez las frases del rezo.
Cuando llegaron a casa después de salir del hospital, Manuel quiso llevar a cabo las actividades en el tejado que años antes habían quedado inconclusas cuando enfermó y terminó perdiendo autonomía sobre sus movimientos años antes. Trepó al techo sin ayuda de las escaleras, de un salto se sujetó del travesaño y sin soltarse de la madera, dio un giro arriesgado de acróbata aprendiz, sosteniendo los pies en el aire y rápidamente, en menos de cinco segundos,  apareció sobre el tejado como si hubiese ejecutado un formidable acto de magia. María Smith, con los nervios a punto de colapsar, se llevó las manos a la cabeza y cerró los ojos, no tuvo tiempo de respirar, tragó en seco. En medio de la turbulencia, recordó a su esposo masticando picos de botellas sin hacerse daño en la boca, remolcando autos con los dientes y desenterrando casas sin esfuerzo para ubicarlas en otro sitio, entonces se hundió en un lago de conciencia y luego se desplomó en el piso. Horas después, cuando recobró la cordura se levantó de la cama sin saber cómo ni cuándo había llegado hasta allí y fue a prepararse una taza de canela. Caminó a tientas hasta la cocina, enumerando los pasos uno a uno, tratando de hilvanar secuencias de tiempo transcurridas con otras secuencias de conciencia de las que aún conservaba nociones. En ese momento escuchó la respiración de un dinosaurio agitándose en la sala y cuando se asomó para descifrar el panorama, tuvo que sostenerse contra la pared con firmeza para no derrumbarse nuevamente. Con todas las tareas concluidas y la mayoría de los aparatos reparados, el techo curado de las goteras eternas, las macetas cambiadas de lugar una y otra vez, su marido no tuvo más nada de provecho en lo cual ocuparse y fue descubierto por su esposa cuando intentaba propinar el primer mordisco al pico de una botella de Whisky.  En ese preciso momento, como si la misma vida hubiese transcurrido en reversa, permitiéndole revivir momentos que no recordaba, María Smith tuvo la plena certeza que algo raro estaba sucediendo con su esposo y no pensó dos veces para preguntárselo a quemarropa.
¿Cómo lo haces? – preguntó abrumada
Manuel la observó de pies a cabeza, zambulléndose en ella como si fuese la primera vez que se hubieran visto en la vida y tuvo el tiempo necesario para preparar el primer mordisco a la botella, antes de que el mismo se desconectara del respirador automático y decidiera cerrar los ojos para siempre.


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