Las dos estaciones del Jepirra



Llovió tanto como jamás se pudiese imaginar y tanto como para que una memoria ordinaria lograra recordarlo por siempre. Durante semanas el cielo pareció desprenderse a cantaros de agua bendita y en la Alta Guajira hubo una infinita sensación de frescura durante muchos días después, incluso cuando llegó enero y la brisa perdió el rumbo en mar adentro y no se volvió a saber de ella por mucho tiempo. Por aquellos días, los trupíos milenarios florecieron sin compasión en explosiones de frutos nunca antes vistos,  las auyamas se hincharon de vitaminas y fue imposible determinar a ciencia cierta donde empezaba el mar o donde terminaba el desierto o donde empezaba la cordura y donde terminaba la imaginación. Las tortugas marinas extraviadas en tierra firme solían tropezarse unas con otras intentando huir de los niños de ocio eterno, quienes las frecuentaban incansablemente para inventar momentos de diversión infinitos. Muy pronto el desierto se convirtió en una laguna desbordante de caudales esplendidos, con arrecifes de agua dulce desperdigados a lo largo y ancho de la geografía, y los habitantes wayuu se vieron obligados a construir barcas y otros transportes marítimos para visitar a sus familiares más remotos en el otro lado del Jepirra y donde la punta de la península concedía besos furtivos a otras civilizaciones. Elena, una wayuu de espíritu indoblegable que vivía en el norte de Manaure, viuda y sin hijos, intentaba acostumbrarse a la nueva rutina de improbabilidades climáticas cuando un desfile de peces coloridos pasó frente a su ventana navegando en el aire, justo en el momento que brillaba un caldero en la cocina e inmediatamente quedó perpleja. En silencio contempló el festín de peces y delfines dorados, que revoloteaban en el océano de brisa, hundiéndose y emergiendo, cambiando de color y de tamaño, apareciendo y desapareciendo una y otra vez,  y entonces, por primera vez, pensó en lo improbable que había sido toda su vida hasta ese día. Allí,  en una completa y resignada espera,  vio pasar antes sus ojos a setenta y ocho años de recuerdos sin dueño que hubiese preferido que fueran propios para tener claridad sobre ellos. Había sido tan infeliz durante sus mejores años que a esas alturas de su vida le daba igual la existencia de los peces voladores o los delfines que viajaban al sol o las rancherías marinas que navegaban por toda el agua contenida en el espacio que antes pertenecía al Cabo de la Vela. Sin vigor en las piernas doblegó ante la estructura invencible de la nostalgia y se derribó lentamente en el tiempo, desfilando ante sus ojos los recuerdos que pudo haber disfrutado pero no quiso y entonces se sintió más anciana y más infeliz que nunca.
Si aquella ciénaga en pleno desierto representaba un evento increíble para ella, millones de peces navegando en el aire consolidaban un hecho desprovisto de cualquier certeza divina y ante la fatalidad, por el bien de toda la raza, rogó al mismísimo Dios que no se tardara mucho en regresar todo a la normalidad. Echaba de menos el polvorín que se levantaba cuando los vientos enjaulados de diciembre buscaban la salida en el patio y el olor a sardinas frescas que a veces se escabullía de la costa. Estaba aburrida del agua que inundaba su casa cuando el corazón de la tierra se sacudía y del oleaje imprevisto que le anegaba el alma en las noches.

 Invadida de estupor, desde ese día procuró mantener las ventanas y las puertas cerradas, evitando los excesos de  curiosidad y la benevolencia atribuida a aquellos artilugios desconocidos. Sin embargo, la fascinación del mundo no terminó allí y después que la lluvia torrencial disminuyó,  una extensa vegetación de toda clase de frutos del ártico arropó al desierto de norte a sur y de oriente a occidente. Cuando Elena menos lo pensaba, aparecieron bandadas de osos polares destrozando las casitas de las cabras, focas anilladas con sus cantos indescriptibles y centenas de zorros árticos con pieles cubiertas de algodón comestible,  entonces la colcha de nieve fue tan insoportable que los mismos habitantes desearon experimentar el sopor de otros tiempos y el calor sofocando a cualquier hora del día. Agobiados por la incertidumbre, muchos nativos emprendieron su travesía a otras tierras placidas esperando que Dios nuevamente se acordara de ellos y decidiera llevarse aquellos imprevistos de una vez por todas, pero eso nunca sucedería,  porque la Guajira lejos de ser un paraíso  de sueños invencibles, se había convertido en  una tierra inhóspita y sin doliente para siempre.

Comentarios

Entradas populares