Anatomía de un cuerpo de porcelana



Aquel día resolvió acudir al médico por una molestia punzante en sus riñones que lo mantenía en vilo desde hacía varias noches consecutivas. Mientras esperaba el turno en la sala de urgencias del Hospital Rosario Pumarejo, se sacudía del dolor como una culebra herida, construyendo condiciones que propinaran algo descanso en su postura sobre la silla. Entre todas las cosas que hubiese deseado escuchar en ese momento, nada se comparaba con el ilusorio sonido de la vocecita retumbando en los parlantes pronunciando su nombre, pensaba en eso con intensidad, incluso tuvo tiempo de sobra para involucrarse en otros aspectos menos importantes: la supervivencia del ventilador y el giro moribundo de sus aspas deterioradas, el reloj de pared congelado en la misma hora para siempre, la preocupación del vigilante porque su esposa de dudosa fidelidad no contestaba la décima llamada que le hacía en treinta minutos. Cuando sintió que por fin moriría de dolor, una de las enfermeras con más benevolencia en el alma,  tuvo algo de compasión por él y logró reducir su tiempo de espera, lo condujo del brazo hacía uno de los consultorios y le explicó algunas cosas que el dolor no le permitió comprender. El médico, una criatura de esencia perspicaz y voluntad frágil, lo auscultó con indiferencia varios minutos sin dejar de pensar en el resultado inminente del partido de futbol y la suma de dinero que estaba a punto de perder por una mala apuesta. Al concluir el procedimiento, aún enajenado del mundo,  autorizó el ingreso al cuarto de inyectología con una nota escrita en caligrafía incompresible dirigida a una de las enfermeras más veteranas, quien en ese instante revisaba sin entusiasmo la planilla con los nombres de nuevos pacientes. Ésta indicó a otra enfermera más joven para que le aplicara una dosis de dicloxalinia compuesta y otro medicamento para el dolor. Transcurrieron pocos segundos para que la sensación de bienestar fuese incomparable, cerró los ojos y todo su cuerpo se hundió lentamente en una sustancia cálida, debajo, muy en el fondo de aquel abismo de salud tuvo tanto sueño que no pudo doblegar su destino y se desplomó como un cuerpo moribundo en el paraíso.
Dos horas después, al recobrar la conciencia, permanecía en la misma habitación iluminada, pero el orden de los pocos objetos que había logrado memorizar horas antes,  no coincidía con el cálculo exacto de sus recuerdos. Sin embargo no le brindó importancia al desatino y se sintió renovado, como si estuviese usando por primera vez cada uno de sus organos. Trató de incorporarse, pero tropezó abruptamente con el perchero porta suero y el dedo se le quebró de manera instantánea como si toda su mano estuviese compuesta de porcelana. Aterrorizado y con pocos recursos en aquel desierto de improbabilidades, trató de rearmar el dedo con los añicos desperdigados en el piso, pero fue una tentativa improbable, incluso para un hombre como él,  acostumbrado toda su vida a sortear imprevistos del destino con demasiada facilidad. Resignado a la perdida tras varios intentos fallidos para reconstruirlo, caminó a tientas a través del pasillo hasta la puerta de salida intentando evadir algún otro golpe o tropiezo, agobiado con la idea de quebrarse completamente antes de llegar a su casa. Otra de las enfermeras lo sorprendió en el corredor, deambulando sin horizonte, le dio unas indicaciones en un castellano rudimentario, luego lo condujo del brazo hasta que llegaron a un dormitorio con varias camas y un televisor sin uso sobre un soporte de metal incrustado en la pared. En el progreso de aquella aventura, buscó la manera de explicarle a la enfermera sobre el asunto de su dedo, pero la hipótesis estaba desligada de cualquier tipo cordura y terminó persuadiéndose así mismo de lo increíble de aquella historia que nadie creería. De modo que prefirió enfrentar ese calvario sin ayuda de nadie, con la poca pericia que aún le quedaba en los bolsillos. Ingirió unos analgésicos, se recostó sobre la almohada dura  y cerró los ojos un momento. Mientras intentaba un concilio con la realidad, imaginó que al abrir nuevamente los ojos despertarían del sueño nefasto donde le dolían los riñones y su dedo se quebraba intempestivamente como si fuese de porcelana. Cuando despertó del letargo, aunque el dedo no apareció en su mano, pensó que la suerte había mejorado para él, así que  propinó un leve golpe en otro dedo con el fin demostrar aquella nueva teoría, pero el dedo, usado como conejillo de indias, también terminó quebrándose instantáneamente. No se sorprendió, contempló la geografía de su mano y advirtió el espacio uniforme que habían dejado los dos dedos faltantes y algo en esa fatalidad le generó una tremenda carcajada en la garganta. En la medida que la demencia lograba aniquilar cualquier vestigio de lucidez en su cabeza, los meses siguientes fueron quebrándose cada parte de su cuerpo como resultado de eventos inesperados, primero sus manos contra el lavabo, sus brazos al caerse de la cama, cada pierna en tropiezos repentinos con objetos perdidos hasta que finalmente no tuvo nada compacto dentro de sí destinado a sobrevivir. Al despertar, el incesante dolor en los riñones había desaparecido y la sala de urgencias seguía igual de llena con enfermos de rutina. Alguien en el fondo tarareaba el “Niágara en bicicleta” y en ese momento por fin escuchó su nombre en el altavoz.



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