Veintiocho
Esa mañana del sábado, como todas las mañanas de
todos los sábados en los últimos veintiocho años, Esther desarrolló sin contratiempos y al pie de la
letra la rutina que había construido rigurosamente después de la jubilación: se
levantó a las cinco y quince de la mañana, revitalizó el orégano y las macetas
de helechos, luego repitió los mismos artículos de varias revistas de
odontología traducidas al español y por último, se empeñó en mejorar una
rustica técnica de pastelería que había aprendido en la capital francesa en uno
de sus viajes por Europa, pero cuando se
disponía a preparar el pastel de cerezas acostumbrado, tropezó con una
nueva desaparición en la cocina y precisamente, ese devenir fue la gota que
rebosó la copa. Los objetos empezaron a extraviarse a principios de año, en
enero, pero el asunto fue realmente
notorio para ella hasta mediados de marzo, luego que las desapariciones fueran más recurrentes e
implicaran utensilios de uso más cotidianos. Justo ese día, al desmantelar la
casa completamente en busca de la batidora eléctrica y remover cada cosa de su
puesto, advirtió que le hacían falta más objetos de las que pensaba: la vajilla
francesa, la imitación china del florero de Llorente, los vasos coreanos, la
máquina de coser, cucharas, algunos collares de cornalina, calderos, sábanas y
el juego de sartenes. La intensa y fallida
búsqueda que se prolongó por horas, arrojó una hipótesis devastadora,
sentenciando a la única persona que le había demostrado más lealtad en toda su
vida: Eva, su doméstica, una anciana wayuu con un castellano rudimentario y de
inocencia atroz, quien una vez por semana solía frecuentarla para ayudarle con
algunas tareas de la casa en los últimos dieciséis años. Pensar en ello la agobió
por completo toda la noche. Sin embargo, en la mañana inmediata, descartó esa
teoría, dando por hecho que su doméstica fuese incapaz de robarse un simple
alfiler o tomar algo prestado sin su previo consentimiento. Mientras preparaba
el café advirtió que también faltaba el recipiente del azúcar y encolerizó. Dos
horas después apareció Eva y juntas volvieron a desmantelar la casa.
Organizaron una tarea de expedición profunda, Esther resolvió buscar en las habitaciones y Eva volvió
a repetir en los mismos rincones en la sala, la cocina y en el patio. De vez en cuando, en
la medida que maduraba la búsqueda, Eva respondía con un leve gesto de
desolación cuando Esther desde las habitaciones la escrutaba. Cuando no quedó
otro lugar donde seguir buscando, se derrumbaron exhaustas sobre el sofá y de
repente, como si fuese un acto de magia bien elaborado, el sofá desapareció y ambas cayeron en el piso. Se
miraron desconsoladas una a la otra, luego Eva también desapareció y segundos
después, Esther advirtió un olor a azufre proveniente de la cocina.
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